De un tiempo para acá, ser “intenso” se volvió un estigma. Antes se decía que “es mejor contener un avispado que arrear un bobo”, entendiendo que en el mundo de las ideas, de la producción, de la creatividad, es mejor contar con la gente que tiene empuje, tesón, iniciativa, que esperar con paciencia infinita que los lentos, los perezosos y los pusilánimes hagan lo mínimo que les corresponde por obligación. Y, a veces, ni aun así.
Ser intenso quiere decir respetar los pactos, cumplir los horarios, ir un poco más allá que lo que el simple compromiso exige. Y también reclamar cuando las cosas no están bien hechas, dejar sentado un precedente cuando por desidia las situaciones quedan a mitad de camino. Sin intensos el progreso no existiría, el conocimiento estaría estancado, las obras no se terminarían nunca, el arte, la ciencia y la literatura no tendrían expresión.
Y el mediocre odia al intenso. No tolera su nivel de competencia, no le marcha a su ritmo, no comparte su compulsión porque las cosas queden bien hechas. La mejor defensa para justificar su incompetencia es refugiarse en un adjetivo que se volvió, de tanto usarlo, un insulto: “Pobrecito, es insoportable: es que es muy intenso”.
El intenso espera que los demás cumplan sus tareas a su ritmo y eso genera desgaste y confrontación, pues la gran masa se debate entre la pereza y el conformismo, amparados en la ley del menor esfuerzo. Y como el intenso odia el facilismo y se desespera con la lentitud y la ineficiencia de los lerdos, es común que se generen debates e inconformismo que lo hacen impopular entre la horda de acomodados que buscan refugiarse en las disculpas y las justificaciones para disimular su falta de gestión.
El DRAE lo define de forma contundente: Que tiene intensidad. Muy vehemente y vivo. Ahora bien, hay intensos de intensos. Ser comprometido no justifica ni la arrogancia, ni la intolerancia ni la grosería, que son cosas distintas a la intensidad. Es que una cosa es ser intenso y otra es ser abusivo con los demás. Un asunto es la auto conciencia de las capacidades que se poseen y otro el engreimiento vano. Es distinta la confianza en sí mismo que la vanidad desbordada. No es lo mismo exigir que abusar, pautar que acosar, liderar que imponer. Y desafortunadamente estas atribuciones son las que le han hecho mala prensa a los intensos. No es la intensidad, son los defectos personales que algunos individuos tienen asociados, amén de intensos.
El intenso es exigente con sus alumnos, pues sabe que tiene la obligación de educarlos y formarlos. Espera mucho de sus hijos, entendiendo que tiene la obligación y la esperanza de que sean buenos ciudadanos, decentes y útiles a la sociedad. Es referente para sus colegas, pues cree que la calidad es necesaria y tiene que imponerse en el resultado final de sus acciones.
El intenso va aprendiendo que tiene que sortear toda serie de talanqueras que le anteponen los que no le dan la talla. Tiene que enfrentar la incomprensión de los que no toleran su ritmo. Tiene que capotear la malquerencia de los que van quedando rezagados por causa de su propia incompetencia, de los que no están de acuerdo con su mística, con su responsabilidad, con su coherencia, con su sentido de pertenencia.
Con el tiempo, hemos aprendido que al intenso no hay que desdeñarlo por ser intenso. Esto en sí mismo puede ser hasta un motor para el desarrollo individual y social. Es posible que sean sus características agregadas lo que lo hagan repelente, pero no hay que echarle la culpa a la intensidad por ella misma. Tomo prestadas las palabras de Jairo Dueñas, quien en un editorial de la revista Cromos (Junio 14 2013) se refería al mismo tema que hoy nos ocupa:
- “El ímpetu con que rompen las olas siempre va a ser más conmovedor que un mar en calma. ¿Cuándo fue que la intensidad perdió su imán? ¿Cuándo se volvió jarta? ¿Cuándo se convirtió en medalla de seres insufribles y no de almas sensibles? ¿Cuándo salió del libro de las virtudes y entró al de las patologías? Aplicado al papel, vivir intensamente no es más que reteñirnos sobre las páginas de nuestros días. Lo contrario no son más que dibujos desvaídos de lo que hacemos sin creencias ni firmeza. ¡Que vuelvan los días y los hombres intensos! Porque, seguramente, traerán más energía y color a nuestra existencia que esos otros soles desteñidos que ni siquiera calientan.”
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