Unas pinceladas afectuosas y
memoriosas de Emilio para Emilio el otro, el grande.
Jesús Emilio Restrepo Escobar (1929-08-25 / 2021-12-12) . Don Emilio, nuestro papá, fue un hombre bueno en el sentido amplio de la palabra. Nos dio la vida, nos guió con su ejemplo de responsabilidad, respeto y generosidad; fue leal a su familia y sus acciones fueron siempre coherentes y solidarias en un marco de mucho humor y una chispita de picardía en sus ojos que nunca lo abandonó. Y siempre con la música a su lado, como una banda sonora de su bondad. Y la lectura y las anécdotas de nunca acabar y el deleite de su autocontemplación en el espejito y en las fotos...Feliz partida Pá. Nos queda el resto de nuestra vida para recordarlo, agradecerle y regocijarnos con sus historias
(esto lo escribí en el lanzamiento de un libro sobre la familia Restrepo Escobar que hizo el primo Enrique Posada Restrepo en 2018. Tiene más vigencia afectiva que nunca)
Hemos
contado con la fortuna de tener un papá completo y para rato, y lo digo con la
autoridad que me da el saber que sus tres hijos llegamos y cruzamos la línea de
los 50 años con él vivo y, por lo menos, al día de hoy, en buenas condiciones.
Y ojalá así sea por muchos más y felices años.
Es
un personaje muy especial, siempre atento, siempre solidario, siempre pendiente
de su entorno y de su familia.
De
pequeños, lo veíamos llegar cada 8 o 15 días cuando venía de Amagá, el pueblo
en donde trabajaba en la Cooperativa de Caficultores (y donde nacimos Oscar y
yo) como comprador de café, o donde nosotros íbamos a visitarlo para mantener
activo el concepto de hogar que mi mamá siempre se empeñó en mantener. Me
explico: cuando se casaron, por motivos del trabajo de él, mis padres se fueron
a vivir a ese pueblo del suroeste antioqueño; allí nacimos los 2 hijos mayores,
pero cuando cruzábamos el umbral de los 4 años, decidieron que lo más sano
desde el punto de vista de influencias y educación era que mi mamá se trasteara
con sus hijos para Medellín y que mi papá siguiera trabajando en la población,
pues era un empleo bien pagado y en el cual se sentía cómodo y ejercía un
pequeño reinado al que se le hacía difícil renunciar. Entendámoslo, era el que compraba el producto
principal en un pueblo cafetero, era el que movía el billete y eso le imprimía
una especie de autoridad y liderazgo que lo hacía sentir confortable y
respetado y tenía un séquito de patos y áulicos que lo sobaban y le secundaban
todas sus travesuras y pilatunas, a las cuales era tan aficionado. Además, el
pueblo ya nos estaba formando para el malevaje, yo ya me había escapado para la
gallera en lugar de comprar la leche como me mandaron, hablaba de “El cabezón”,
un matón de la época como el ídolo a imitar y ya había echado a rodar a un
muchachito por unas escalas por pura bronca. Mi mamá entendió que, si no
emigrábamos rápido de ese pueblo chico, infierno grande, con esa escuela de
vida, nos esperaba con más probabilidad la cárcel que la universidad.
Le
encantaba molestar bobos, poner apodos lapidarios, mandar razones
mortificantes, ordenar encomiendas inútiles con intenciones imposibles, y ellos
lo apoyaban y él se moría de la risa y se sentía feliz. Es algo simple pero
eficaz: mandar un mensajero con una cajada de piedras al hombro hasta Medellín(pues
le advertía que por su contenido no se podía separar ni un segundo de ella)
para tratar de imaginarse la cara de sorpresa del destinatario y del
encomendero mientras el pagaba por hacerlo y daba propina para amainar el
enojo. O mandar un veterinario empírico, desdentado, maloliente y de genio
endemoniado a Puente Iglesias a capar 300 marranos inexistentes que tenía en la
hacienda tal (como efecto colateral, casi que el capado es él) o encargar 150
hojaldras de harina a una pobre vieja, vendedora ambulante que con dificultad
apenas tenía capital para pagar el material de 20, como mucha gracia.
Expresiones de un particular sentido del humor, políticamente incorrecto, que
en estos tiempos le hubiera generado con seguridad problemas más serios que los
simples pero merecidos madrazos que se ganó en la época. Mientras tanto, se
chupaban una o dos botellas de aguardiente de cuenta de mi papá y ellos lo
llevaban en hombros en severa algarabía hasta la casa para entregar el despojo,
gritándole vivas al partido conservador y prometiendo matar a escupitazos al
primer liberal que se encontraran en el camino.
Y
le oíamos sus evocaciones de cuando prestó el servicio militar, o de cuando
había conocido a Belisario Betancur y estrechado su mano(cosa que contaba entre
lagrimones y otro trago de guaro doble brindado con Mario, su hermano)o de
cuando se había ido para Estados Unidos de manera legal, para abrirle el camino
del sueño americano al resto de la familia que le siguió y al cual renunció
para asumir la promesa de matrimonio que tenía con mi mamá, quien no quiso
seguirlo en su periplo y le puso el ultimátum(comiéndose las uñas por no saber
qué era lo que él realmente quería hacer) de que, o volvía o terminaban,
decisión que estas carnitas agradecen, porque de lo contrario no estaría
contándoles el cuento. Muchas veces me tocó cuando les mostraba a sus interlocutores
la Green card con su nombre que
guarda celosamente hasta hoy como testimonio de una gesta gloriosa como
emigrante, en una época en que de verdad era una novedad. Y la conserva, hasta hoy,
junto a un pistolón de 6 tiros, con salvoconducto, un brillante revolver colt caballo
38, que hasta donde sepamos nunca tuvo que utilizar para salvaguardar el honor
y la seguridad de su hogar, de su mujer y sus hijos, como era el lema con que
justificaba su posesión.
Y
todo eso mientras sonaban las rancheras como una banda sonora del mero macho
que se envanecía de la victoria del día a día con una familia que henchía su
pecho de un orgullo que lo colmaba de satisfacciones. Jorge Negrete y las
Hermanas Padilla le recordaban a grito herido que “no le debía un peso a nadie”
y que “estaba atascado en los billetes”, por ver la abundancia que bendecía a
su hogar con un trabajo que nunca le faltó, con el carro lleno de costalados de
frutas y revuelto, de gallinas y de quesitos envueltos en hoja de plátano que
le regalaban por montones sus clientes cuando regresaba de sus correrías por
fincas de todo el departamento, luego de practicar avalúos para autorizar
préstamos hipotecarios, cuando trabajó en el Banco Cafetero hasta la jubilación.
Era una fiesta verlo bajar del carro y organizar paquetes para compartir con
los vecinos, haciendo gala de una generosidad que se hizo legendaria en el
barrio. “Ese cucho don Emilio está solo
para repartir mercado y embutirle a uno guaro”, decían los vecinos al otro
día, consumidos por unas resacas feroces que amenazaban con hacer estallar sus
cabezotas por el exceso de la noche anterior. Por gotereros y pegajosos.
Y
teníamos que padecer sus flatulencias pestilentes o sus guerras de ventosidades
con el tío Vicente, pistola de plástico en mano jugando a los pistoleros en el
almacén Ley sin importarle la presencia de algunas recatadas vecinas que no
podían creer lo que estaban viendo (y oliendo y oyendo), mientras sus sobrinas
se escondían de la vergüenza y los sobrinos nos tirábamos al suelo asfixiados
de la risa. Sigo sin entender cómo hacían para dominar el esfínter y expulsar
un pedo a voluntad en diferentes tesituras y coloraturas o cómo eran capaces de
tirarse una seguidilla de tres decenas de ellos para hacer “una treinta y una”
o cómo no se les reventó una tripa ante ese maremágnum apestoso, o cómo diablos
hacían sus esposas para compartir la cama con semejantes alcantarillas ambulantes
y no morir en el intento o de una rabia maligna (¡qué cruz!, como repetían con
frecuencia). Estamos considerando seriamente donar el cuerpo a la ciencia para
que lo estudien y a así tratar de dilucidar semejante prodigio.
Y
siempre, sobre todo cuando empezó a envejecer, con un delirio hipocondríaco que
se le expresaba como un terror a la muerte que lo hacía consultar por cualquier
cosa, una gripa que se podía convertir en neumonía, unos calambres en los pies
que podían terminar en amputación, una peca que con seguridad era un melanoma.
Y se antojaba de las enfermedades del otro, del vecino, del contemporáneo que
se enfermaba para morirse, hasta un dolor en la matriz se le iba enquistando
cuando una compañera de mi mamá se enfermó de dicha presa y hubo que explicarle
que a los hombres no les daba de eso, simplemente porque carecían de dicho
órgano, para desilusión suya, pues era una enfermedad menos que podía invocar y
sufrir.
Ya
en los últimos años, un poco más estabilizado y algo curado del prurito de
estar consultando médicos y de empastillarse con hasta 30 grageas al día,
logramos que un médico sensato lo desmedicara un poco y hoy goza del privilegio
de una vejez tranquila, con menos achaques de los múltiples que lo llegaron a
aquejar cuando parecía que necesitaba estar enfermo para sentirse vivo. Hoy, ha superado la edad de supervivencia de
todos sus hermanos, los ha enterrado a todos, ha visto enfermar y morir a
muchos sobrinos estimados, ha visto partir a casi todos sus contemporáneos con
una actitud resignada, ha sabido llevar con aplomo desaires y traiciones de
parientes cercanos que han golpeado la confianza de sus hijos, porque ha sabido
entender que la vida es así, que la muerte es inevitable, que la enfermedad y
la decadencia no perdonan, que desde el paraíso ya la mitad de la humanidad
estaba jugándole sucio a la otra mitad, pero él ahí, como un roble, atento a su
familia, pendiente de las cuitas de sus hijos y nietos, viéndose a punta de
caer por no perderse un chismecito, degustando con morbo risueño las peleas abrumadoras de Laura en América,
El Palenque y ¿Quién tiene la razón? y todo el resto de shows de miseria
peruanos y mexicanos que pasan por los canales latinos, gozándose las visitas
de sus nietos y sobrinos y esperando las elecciones para votar por su admirado
Uribe, lamentándose de no poder hacerlo 5 ó 6 veces, porque eso sí, uribista
hasta el final. Algún defecto tenía que tener.
En
resumen, un hombre bueno y sencillo que nos entregó todo lo que tenía, que nos
dio la vida y nos ha acompañado por ella con todo el amor y el compromiso, todo
el ejemplo y la solidaridad de alguien que se merece el rótulo, con mayúsculas,
de PADRE EJEMPLAR.
Coda:
Emilio se casó con Gilma Baena, maestra licenciada en educación, con maestría
en la materia; de su hogar nacieron tres hijos. Emilio Alberto, médico
especializado en gineco-obstetricia y laparoscopia, casado con Martha Alcaraz,
con 2 hijos, Camilo y Juanita, escritor de cerca de una docena de libros, entre
cuentos, crónicas y novelas. Oscar Jaime, Ingeniero de Minas con Doctorado en materiales
en España y Maestría en evaluación de impactos ambientales, profesor, autor e
investigador, casado con Susana Maya,
con 2 hijos, Pablo y Sara. Olga Isabel, alma justa, Ingeniera Civil con
especialización en combustibles gaseosos y maestría en materiales y procesos.
Esta última es considerada la alegría del hogar.
Gran hombre, como se desprende de esos tres hijos de maravilla- hermosa crónica amorosa
ReplyDeleteCon sonria cariñosa,disfruto de este especial y merecido relato.
ReplyDeleteMuy agradable fue leerlo.
Terminando con orgullo,el título dado por su hijo Emilio.
PADRE EJEMPLAR.
Felicitaciones a su familia.