Thursday, January 09, 2025

Cuentos de Emilio A. Restrepo en Agenda Cultural Alma Máter 326

 Agenda Cultural Alma Máter 326

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NÚMERO ACTUAL

Núm. 326 (2024): Cuentos...ocho

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Esta selección en la Agenda Cultural nos permite ingresar a universos narrativos distintos, a ficciones diferentes y a voces narradoras distinguibles, a lugares y tiempos que nos proporcionan el solaz del que habla Vivian Gornick en Cuentas pendientes: reflexiones de una lectora reincidente, cuando dice que “lo que procura la lectura es un alivio puro y duro del caos mental.

A veces creo que me infunde por sí sola valor para vivir, y lo ha hecho desde mi más tierna infancia”.
Que sea pues un cierre de año para ampliar nuestras fabulaciones personales con Luis Fernando Macías Zuluaga, Marcela Guiral, Jacobo Cardona, Estefanía Carvajal, Diana Patricia Díaz Hernández, Emilio Alberto Restrepo, Sandra Castrillón y Consuelo Posada y con la sorprendente obra de Rodrigo Mora, un narrador con palabras, un relator artista con imágenes.


Comparto con los lectores






























































Link:

https://revistas.udea.edu.co/index.php/almamater/article/view/359294/20817098


LA VENGANZA NUESTRA DE CADA DÍA*

EMILIO ALBERTO RESTREPO

 

 1

Ahora que lo pienso, mi relación con la venganza ha sido estrecha, ambigua, acaso dolorosa; me he regocijado con ella y la entiendo como una forma de conectarme con los que de una u otra manera no han sido buenos conmigo o con las cosas que respeto y valoro. Porque para mí nunca fue simple asimilar las desigualdades y los atropellos y quedarme así, como tan tranquilo. No me parecía justo, desde pequeño eso me irritaba.

Y no lo niego, mis primeros héroes de infancia fueron dos sujetos del barrio que asumieron la justicia por mano propia y me enardecieron mis fantasías en pos de lograr restaurar un equilibrio, en una sociedad que se mostraba inequitativa y arbitraria: el desvalido no tenía quién lo defendiera y lo reivindicara.

El primero fue aquel señor del sector de la Villa del Aburrá que empezó a matar taxistas en retaliación a lo que consideraba una falta total de cortesía de su parte hacia los habitantes decentes de la vecindad. Después se supo que tenía un cáncer terminal y cuando se sintió desahuciado, dejó desbordar el furor que le ocasionaban los abusos y empezó a provocarlos para tener una disculpa y cargarse a los más groseros, o a los que delinquían o eran atracadores o a los que aprovechaban la indefensión de los clientes. Muchos no estaban de acuerdo con su accionar, pero reconozco que en silencio lo admiraba y en el fondo quería ser como él. Al final se hizo matar en la mitad de un operativo, dedicado como estaba a hacerles pagar a los conductores el precio de su mal proceder. Murió en su ley. Asumió bajo su responsabilidad la vocería del ciudadano de a pie que quería reaccionar a los atropellos y no se atrevía y de su cuenta se levantó a una docena de tipos de mala vida y peores costumbres. Muchos lo admiramos desde nuestra orilla de pusilánimes sedientos de acción, pero carentes de valor.

El otro fue el abogado de los pastelitos envenenados. Ese era  malo y salvaje, pero me gustó su reacción; confieso que me produce una especie de regocijo todo lo que sea cobrarse las acciones viles de los malandros: al tipo le robaron de su carro un maletín ejecutivo que había dejado descuidado con unos papeles importantes; esto le ocasionó muchos problemas con sus clientes y con unos casos que llevaba y se le enredaron algunos negocios; entonces  decidió vengarse poniendo todos los días como carnada en el auto una caja de panderos  tachonados de veneno, en el mismo sitio donde le hicieron el primer robo. Le llegaron a robar hasta diez cajas de moros con cianuro. Cuentan las malas lenguas que ni novias, ni abuelas, ni madres se salvaron del cariñito, incluso hasta pequeñines cayeron por la gula. Al fin el tipo se fue para Bogotá a hacer carrera política, nadie lo relacionó con el asunto, pero muchos pagaron caro su falta de respeto por los bienes ajenos. Para mí, un paradigma, un verdadero ejemplo.

 

2

 

Después de que quedé reducido a la silla de ruedas por el accidente, una vez recuperado solía pasar tardes enteras en el balcón de mi apartamento, que da a toda la 80 con la canalización, al frente del semáforo. Por una razón que no entiendo, la mayoría de los motociclistas no quieren parar cuando está en rojo, antes aceleran, no importa si provocan una desgracia. Y eso es algo que me emputa de veras, me saca la chispa y me daña el día. Díganme si tengo o no razón, a mí, que estoy en ese estado por un irresponsable de esos. Entonces le copié el modelo a un inspector jubilado de Belén, que en las noches se dedicaba a dispararle a los viciosos del puente de la 74 cuando cogieron la costumbre de atracar ciudadanos que volvían tarde a casa. Mató varios, pero se calentó y se tuvo que abrir del barrio. Para mí era un teso, una especie de Charles Bronson de carne y hueso y si por mí fuera le besaba la mano, le pedía trucos para saber cómo le hacía, pero era un man muy serio y mala clase que no daba entrada.  Además, yo no tenía arma, solo un rifle de copas, pero con paciencia fui afinando puntería, me apoyaba en el muro y cuando veía que un vergajo de esos no respetaba la señal de pare, le disparaba. Al principio no le pegaba a ninguno, pero de a poco me fui volviendo una especie de francotirador, apostado entre dos materas que me hacían pasar desapercibido por si alguien me miraba desde afuera y empecé a atinarles al cuello, o a la espalda y más de uno trastabilló en el pavimento o se estrellaban contra un poste o fueron a dar de narices contra la parte de atrás de un bus. Que yo haya sabido, ninguno se mató, pero ver esas raspaduras me alegraba y mientras peor fuera el desbarajuste, más me emocionaba. Lástima no podérselo contar a nadie y al principio no caí en cuenta de filmar para gozarme cuando alguno de esos se despellejaba en el pavimento. Claro que alguna ayudita les hacía, pues en las madrugadas le daba propina a un vigilante que era de toda mi confianza para que esparciera arena y aceite en el cruce de las dos calles, para hacer más resbaloso el piso. El pelado era como medio apelotardado, me miraba sin entender mucho la situación, al parecer no se atrevía a preguntarme nada por ver lo tullido que estaba y aceptaba los billetes sin chistar y sin preocuparse de mis motivaciones. No se enteraba de lo que yo hacía en el día, pues él solo trabajaba de noche. Luego de dar en el blanco, de inmediato yo me bajaba de mi parapeto, escondía el rifle y me hacía el que estaba balconeando como si nada, lamiéndome el bigote cuando la víctima chillaba como un marrano ante el raspón o la fractura, ganada en franca lid con todo el merecimiento.

 

 

 

3

 

Mi mamá se empezó a dar cuenta de que yo mantenía un rifle en el balcón y se imaginó que para nada bueno lo estaría utilizando. Metiche como ha sido siempre, me lo confiscó por las malas y no pude volver a utilizarlo, entonces me quedé sin poder cascarles con balines a los motonetos. Pero ellos seguían pasándose el semáforo sin respetar la señal de pare y yo continuaba con mi rabia intacta y hasta empeorando. Ahí fue que empecé a jugar con los hologramas y de tanto cacharrear, en un tutorial  de YouTube aprendí a proyectar imágenes de realidad virtual. Es algo sencillo, se necesita un celular, una caja de disco compacto, unos acetatos, unas lámparas. Entonces fui desarrollando habilidades para reflejar representaciones espectrales con una especie de aspecto tridimensional que, a simple vista, en una primera mirada, lograban confundir al que pasara descuidado y se los encontrara de frente. Era como ver de súbito un fantasma, que en una primera mirada no se sabía si era real o imaginado, lo cierto era que estaba ahí de primerazo, como recién salido de la nada, como caído del infierno. No eran muy perfectas las estampas, es cierto que se veían algo distorsionadas si uno las observaba con detenimiento, pero de todas formas se lograba el objetivo, que era asustar y hacer que los irresponsables perdieran el control del aparato. Y funcionó, pues por mi situación me fui volviendo paciente y recursivo y a punta de ensayar me fui perfeccionando en el arte de la proyección de figuras. Fui descubriendo que la mejor hora era al caer la noche, que las motos seguían pasando sin contención, que el susto al que se enfrentaban al pasar de corrido y encontrarse con una aparición repentina de la imagen de una viejita o de una vaca surgida de la nada, sobre un suelo resbaloso era impresionante e inmanejable. Si no los tumbaba el susto del encontronazo, lo hacía el desequilibrio de soltar sus manos al saber que tenían que evitar el choque y de pronto matar a alguien o, mejor aún, cuando por esquivar pasaban al otro lado y se encontraban de frente con el peralte o con otro motociclista igual de raudo que ellos. No lo niego, fueron días felices, aunque reconozco que hubo varios que creo que se quebraron la cocorota y pasaron a mejor vida. No creo que nadie los extrañe mucho, pero mi mamá se estaba poniendo como escamosa conmigo, preguntaba que qué era tanto lo que hacía, horas enteras en el balcón, y empezó a presionarme para que me regulara por horarios, gracias a la sugerencia del doctor Pérez, que por aquel entonces era el psicólogo que me estaba dando apoyo. Hay que ser consciente, lo bueno es efímero, pero reconozco que aquel pasatiempo fue muy entretenido mientras duró. Y se hizo labor en lo que se pudo.

 

 

 

 

Pero lo mejor fue cuando aprendí a fabricar bombas caseras con carcasas de celular y empecé a dejar que me las robaran, me sentaba en mi silla a tomar el sol mientras me hacía el que hablaba desprevenidamente por el cachivache. Obviamente estaba fingiendo, les hacía pensar a los pillos que era un blanco fácil y dejaba que me arrebataran el móvil desde una moto que pasaba por mi lado, incluso me atracaron desde bicicletas y hasta domiciliarios a pie que corrían y me lo raponeaban. Esos miserables no se condolían de mi situación, por el contrario, se aprovechaban de ella, creyendo que habían goleado de lo botado que estaba, parapléjico y desvalido mirando al horizonte junto al semáforo. Esta ciudad está llena de malnacidos que se creen muy aviones. Peor pa´ellos.  Así me sacaba el clavo de cuando por robarme el teléfono tuve el accidente y quedé como quedé. Apenas justo.

Al principio lo hacía con una de esas panelas Nokia, las viejas y gruesas de pilas de litio, a los que les había puesto explosivo plástico con clorato de potasio, azúcar y aceite vegetal, con balines calibre 4,5 mm, que estallaban al rato de accionar el botón, por un papel aluminio que ponía en contacto los polos de la batería. Era una belleza, a los 10 minutos del robo se generaba un cortocircuito con recalentamiento que volvía mierda lo que estuviera en el radio de los 50 centímetros del aparato. Generalmente les explotaba en la mochila o en el bolsillo, lo cierto es que el daño era grave casi siempre, el boquete les quedaba para el resto de la vida o de la muerte, daba lo mismo por la gracia de Dios (en este caso de Alá, más afín al sistema utilizado y a este tipo de métodos).

Con la práctica me fui puliendo y en lugar de esas carcachas aparatosas y pesadas que no llamaban la atención de las ratas, aprendí a fabricar detonadores que se activaban a distancia con solo marcar el número del chip con un temporizador adaptado a un sistema LED. Suena enredado, pero créanme: en menos de 5 minutos las carnes de los rufianes se hacían trizas, moto incluida. Al final me gustaba verlos en átomos volando y antes de una cuadra me daba por accionar el botoncito para no perderme el espectáculo. Una fantasía. Una sofisticación, como dicen los muchachos, mera elegancia. Todavía nadie me ha relacionado con eso. Mi primo Martín me consigue los celulares y los materiales y cada vez me refino más en el arte. Mi mamá me mira con disipeto por la ventana y está lejos de sospechar que ando de talibán camuflado, con la ventaja de que ninguno ha vuelto para hacerme reclamos. Y andan muy alborotados. Me están jaloneando 3 y 4 por semana, a todos se atiende, no me encarto con ninguno. Es un hobbie que me está gustando cada vez más. Se entretiene uno y por los laditos va fumigando. Hay que sentirse útil pa´la sociedad...

*Este cuento fue publicado originalmente en el libro GAMBERROS S.A. ganador de la convocatoria modalidad cuento de la Secretaría de cultura ciudadana del Municipio de Medellín, presupuesto participativo 2016, 2 ediciones. (Hilo de Plata 2016 y Fondo editorial Uniremington, 2023.)

 

EL AUTOR EMILIO ALBERTO RESTREPO

 

Médico, especialista en Ginecoobstetricia y en Laparoscopia ginecológica (UPB, UdeA, CES, respectivamente). Profesor, conferencista de su especialidad. Autor de cerca de veinte artículos médicos. Ha sido colaborador de los periódicos La Hoja, Cambio, El Mundo, Momento Médico, Universocentro, Revistacronopio, Laterales Magazine y Ficción la Revista. Ha publicados novelas, colecciones de cuentos, libros de pedagogía y ensayo literario. Ganador y finalista en concursos de poesía, cuanto y novela. Autor de cerca de 20 libros, en su producción se destacan novelas de asuntos médicos y hospitalarios, novelas y cuentos de género negro y temática urbana, libros infantiles, pedagógicos y de ensayo literario. Con la Editorial UPB ha publicado, desde 2015, seis novelas de su personaje, el detective Joaquín Tornado. Su últimos libros, la colección de cuentos Un hombre solo y mal acompañado y la novela MEDICINA BAJO SOSPECHA, con editorial CES.

Entrevistas literarias:

https://emiliorestrepo.blogspot.com/2023/05/conversaciones-entre-escritores.html

Libros del autor:

https://emiliorestrepo.blogspot.com/p/libros-de-emilio-alberto-restrepo.html

 





La venganza nuestra de cada díaEmilio Alberto Restrepo

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