Agenda Cultural Alma Máter 326
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NÚMERO ACTUAL
Esta selección en la Agenda Cultural nos permite ingresar a universos narrativos distintos, a ficciones diferentes y a voces narradoras distinguibles, a lugares y tiempos que nos proporcionan el solaz del que habla Vivian Gornick en Cuentas pendientes: reflexiones de una lectora reincidente, cuando dice que “lo que procura la lectura es un alivio puro y duro del caos mental.
A veces creo que me infunde por sí sola valor para vivir, y lo ha hecho desde mi más tierna infancia”.
Que sea pues un cierre de año para ampliar nuestras fabulaciones personales con Luis Fernando Macías Zuluaga, Marcela Guiral, Jacobo Cardona, Estefanía Carvajal, Diana Patricia Díaz Hernández, Emilio Alberto Restrepo, Sandra Castrillón y Consuelo Posada y con la sorprendente obra de Rodrigo Mora, un narrador con palabras, un relator artista con imágenes.
Comparto con los lectores
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https://revistas.udea.edu.co/index.php/almamater/article/view/359294/20817098
LA VENGANZA NUESTRA DE CADA DÍA*
EMILIO ALBERTO RESTREPO
1
Ahora que lo pienso, mi relación con
la venganza ha sido estrecha, ambigua, acaso dolorosa; me he regocijado con
ella y la entiendo como una forma de conectarme con los que de una u otra manera
no han sido buenos conmigo o con las cosas que respeto y valoro. Porque para
mí nunca fue simple asimilar las desigualdades y los atropellos y quedarme así,
como tan tranquilo. No me parecía justo, desde pequeño eso me irritaba.
Y no lo niego, mis primeros héroes de
infancia fueron dos sujetos del barrio que asumieron la justicia por mano
propia y me enardecieron mis fantasías en pos de lograr restaurar un
equilibrio, en una sociedad que se mostraba inequitativa y arbitraria: el
desvalido no tenía quién lo defendiera y lo reivindicara.
El primero fue aquel señor del sector
de la Villa del Aburrá que empezó a matar taxistas en retaliación a lo que
consideraba una falta total de cortesía de su parte hacia los habitantes
decentes de la vecindad. Después se supo que tenía un cáncer terminal y cuando
se sintió desahuciado, dejó desbordar el furor que le ocasionaban los abusos y
empezó a provocarlos para tener una disculpa y cargarse a los más groseros, o a
los que delinquían o eran atracadores o a los que aprovechaban la indefensión de
los clientes. Muchos no estaban de acuerdo con su accionar, pero reconozco que
en silencio lo admiraba y en el fondo quería ser como él. Al final se hizo
matar en la mitad de un operativo, dedicado como estaba a hacerles pagar a los
conductores el precio de su mal proceder. Murió en su ley. Asumió bajo su
responsabilidad la vocería del ciudadano de a pie que quería reaccionar a los
atropellos y no se atrevía y de su cuenta se levantó a una docena de tipos de
mala vida y peores costumbres. Muchos lo admiramos desde nuestra orilla de
pusilánimes sedientos de acción, pero carentes de valor.
El otro fue el abogado de los
pastelitos envenenados. Ese era malo y
salvaje, pero me gustó su reacción; confieso que me produce una especie de
regocijo todo lo que sea cobrarse las acciones viles de los malandros: al tipo
le robaron de su carro un maletín ejecutivo que había dejado descuidado con
unos papeles importantes; esto le ocasionó muchos problemas con sus clientes y
con unos casos que llevaba y se le enredaron algunos negocios; entonces decidió vengarse poniendo todos los días como
carnada en el auto una caja de panderos
tachonados de veneno, en el mismo sitio donde le hicieron el primer
robo. Le llegaron a robar hasta diez cajas de moros con cianuro. Cuentan las
malas lenguas que ni novias, ni abuelas, ni madres se salvaron del cariñito,
incluso hasta pequeñines cayeron por la gula. Al fin el tipo se fue para Bogotá
a hacer carrera política, nadie lo relacionó con el asunto, pero muchos pagaron
caro su falta de respeto por los bienes ajenos. Para mí, un paradigma, un
verdadero ejemplo.
2
Después de que quedé reducido a la
silla de ruedas por el accidente, una vez recuperado solía pasar tardes enteras
en el balcón de mi apartamento, que da a toda la 80 con la canalización, al
frente del semáforo. Por una razón que no entiendo, la mayoría de los
motociclistas no quieren parar cuando está en rojo, antes aceleran, no importa
si provocan una desgracia. Y eso es algo que me emputa de veras, me saca la
chispa y me daña el día. Díganme si tengo o no razón, a mí, que estoy en ese
estado por un irresponsable de esos. Entonces le copié el modelo a un inspector
jubilado de Belén, que en las noches se dedicaba a dispararle a los viciosos
del puente de la 74 cuando cogieron la costumbre de atracar ciudadanos que
volvían tarde a casa. Mató varios, pero se calentó y se tuvo que abrir del
barrio. Para mí era un teso, una especie de Charles Bronson de carne y hueso y
si por mí fuera le besaba la mano, le pedía trucos para saber cómo le hacía,
pero era un man muy serio y mala clase que no daba entrada. Además, yo no tenía arma, solo un rifle de
copas, pero con paciencia fui afinando puntería, me apoyaba en el muro y cuando
veía que un vergajo de esos no respetaba la señal de pare, le disparaba. Al
principio no le pegaba a ninguno, pero de a poco me fui volviendo una especie
de francotirador, apostado entre dos materas que me hacían pasar desapercibido
por si alguien me miraba desde afuera y empecé a atinarles al cuello, o a la
espalda y más de uno trastabilló en el pavimento o se estrellaban contra un
poste o fueron a dar de narices contra la parte de atrás de un bus. Que yo haya
sabido, ninguno se mató, pero ver esas raspaduras me alegraba y mientras peor
fuera el desbarajuste, más me emocionaba. Lástima no podérselo contar a nadie y
al principio no caí en cuenta de filmar para gozarme cuando alguno de esos se
despellejaba en el pavimento. Claro que alguna ayudita les hacía, pues en las
madrugadas le daba propina a un vigilante que era de toda mi confianza para que
esparciera arena y aceite en el cruce de las dos calles, para hacer más
resbaloso el piso. El pelado era como medio apelotardado, me miraba sin
entender mucho la situación, al parecer no se atrevía a preguntarme nada por
ver lo tullido que estaba y aceptaba los billetes sin chistar y sin preocuparse
de mis motivaciones. No se enteraba de lo que yo hacía en el día, pues él solo
trabajaba de noche. Luego de dar en el blanco, de inmediato yo me bajaba de mi
parapeto, escondía el rifle y me hacía el que estaba balconeando como si nada,
lamiéndome el bigote cuando la víctima chillaba como un marrano ante el raspón
o la fractura, ganada en franca lid con todo el merecimiento.
3
Mi mamá se empezó a dar cuenta de que
yo mantenía un rifle en el balcón y se imaginó que para nada bueno lo estaría
utilizando. Metiche como ha sido siempre, me lo confiscó por las malas y no
pude volver a utilizarlo, entonces me quedé sin poder cascarles con balines a
los motonetos. Pero ellos seguían pasándose el semáforo sin respetar la señal
de pare y yo continuaba con mi rabia intacta y hasta empeorando. Ahí fue que
empecé a jugar con los hologramas y de tanto cacharrear, en un tutorial de YouTube aprendí a proyectar imágenes de
realidad virtual. Es algo sencillo, se necesita un celular, una caja de disco
compacto, unos acetatos, unas lámparas. Entonces fui desarrollando habilidades
para reflejar representaciones espectrales con una especie de aspecto
tridimensional que, a simple vista, en una primera mirada, lograban confundir
al que pasara descuidado y se los encontrara de frente. Era como ver de súbito
un fantasma, que en una primera mirada no se sabía si era real o imaginado, lo
cierto era que estaba ahí de primerazo, como recién salido de la nada, como
caído del infierno. No eran muy perfectas las estampas, es cierto que se veían
algo distorsionadas si uno las observaba con detenimiento, pero de todas formas
se lograba el objetivo, que era asustar y hacer que los irresponsables
perdieran el control del aparato. Y funcionó, pues por mi situación me fui volviendo
paciente y recursivo y a punta de ensayar me fui perfeccionando en el arte de
la proyección de figuras. Fui descubriendo que la mejor hora era al caer la
noche, que las motos seguían pasando sin contención, que el susto al que se
enfrentaban al pasar de corrido y encontrarse con una aparición repentina de la
imagen de una viejita o de una vaca surgida de la nada, sobre un suelo
resbaloso era impresionante e inmanejable. Si no los tumbaba el susto del encontronazo,
lo hacía el desequilibrio de soltar sus manos al saber que tenían que evitar el
choque y de pronto matar a alguien o, mejor aún, cuando por esquivar pasaban al
otro lado y se encontraban de frente con el peralte o con otro motociclista
igual de raudo que ellos. No lo niego, fueron días felices, aunque reconozco
que hubo varios que creo que se quebraron la cocorota y pasaron a mejor vida.
No creo que nadie los extrañe mucho, pero mi mamá se estaba poniendo como
escamosa conmigo, preguntaba que qué era tanto lo que hacía, horas enteras en
el balcón, y empezó a presionarme para que me regulara por horarios, gracias a
la sugerencia del doctor Pérez, que por aquel entonces era el psicólogo que me
estaba dando apoyo. Hay que ser consciente, lo bueno es efímero, pero reconozco
que aquel pasatiempo fue muy entretenido mientras duró. Y se hizo labor en lo
que se pudo.
4
Pero lo mejor fue cuando aprendí a
fabricar bombas caseras con carcasas de celular y empecé a dejar que me las
robaran, me sentaba en mi silla a tomar el sol mientras me hacía el que hablaba
desprevenidamente por el cachivache. Obviamente estaba fingiendo, les hacía
pensar a los pillos que era un blanco fácil y dejaba que me arrebataran el móvil
desde una moto que pasaba por mi lado, incluso me atracaron desde bicicletas y
hasta domiciliarios a pie que corrían y me lo raponeaban. Esos miserables no se
condolían de mi situación, por el contrario, se aprovechaban de ella, creyendo que
habían goleado de lo botado que estaba, parapléjico y desvalido mirando al
horizonte junto al semáforo. Esta ciudad está llena de malnacidos que se creen
muy aviones. Peor pa´ellos. Así me
sacaba el clavo de cuando por robarme el teléfono tuve el accidente y quedé
como quedé. Apenas justo.
Al principio lo hacía con una de esas
panelas Nokia, las viejas y gruesas de pilas de litio, a los que les había
puesto explosivo plástico con clorato de potasio, azúcar y aceite vegetal, con
balines calibre 4,5 mm, que estallaban al rato de accionar el botón, por un
papel aluminio que ponía en contacto los polos de la batería. Era una belleza,
a los 10 minutos del robo se generaba un cortocircuito con recalentamiento que
volvía mierda lo que estuviera en el radio de los 50 centímetros del aparato.
Generalmente les explotaba en la mochila o en el bolsillo, lo cierto es que el
daño era grave casi siempre, el boquete les quedaba para el resto de la vida o
de la muerte, daba lo mismo por la gracia de Dios (en este caso de Alá, más
afín al sistema utilizado y a este tipo de métodos).
Con la práctica me fui puliendo y en
lugar de esas carcachas aparatosas y pesadas que no llamaban la atención de las
ratas, aprendí a fabricar detonadores que se activaban a distancia con solo
marcar el número del chip con un temporizador adaptado a un sistema LED. Suena
enredado, pero créanme: en menos de 5 minutos las carnes de los rufianes se
hacían trizas, moto incluida. Al final me gustaba verlos en átomos volando y
antes de una cuadra me daba por accionar el botoncito para no perderme el
espectáculo. Una fantasía. Una sofisticación, como dicen los muchachos, mera
elegancia. Todavía nadie me ha relacionado con eso. Mi primo Martín me consigue
los celulares y los materiales y cada vez me refino más en el arte. Mi mamá me
mira con disipeto por la ventana y está lejos de sospechar que ando de talibán
camuflado, con la ventaja de que ninguno ha vuelto para hacerme reclamos. Y
andan muy alborotados. Me están jaloneando 3 y 4 por semana, a todos se atiende,
no me encarto con ninguno. Es un hobbie que me está gustando cada vez más. Se
entretiene uno y por los laditos va fumigando. Hay que sentirse útil pa´la
sociedad...
*Este cuento
fue publicado originalmente en el libro GAMBERROS S.A. ganador de la
convocatoria modalidad cuento de la Secretaría de cultura ciudadana del
Municipio de Medellín, presupuesto participativo 2016, 2 ediciones. (Hilo de
Plata 2016 y Fondo editorial Uniremington, 2023.)
EL AUTOR EMILIO
ALBERTO RESTREPO
Médico, especialista en Ginecoobstetricia y en
Laparoscopia ginecológica (UPB, UdeA, CES, respectivamente). Profesor,
conferencista de su especialidad. Autor de cerca de veinte artículos médicos.
Ha sido colaborador de los periódicos La Hoja, Cambio, El Mundo, Momento
Médico, Universocentro, Revistacronopio, Laterales Magazine y Ficción la Revista.
Ha publicados novelas, colecciones de cuentos, libros de pedagogía y ensayo literario.
Ganador y finalista en concursos de poesía, cuanto y novela. Autor de cerca de
20 libros, en su producción se destacan novelas de asuntos médicos y
hospitalarios, novelas y cuentos de género negro y temática urbana, libros
infantiles, pedagógicos y de ensayo literario. Con la Editorial UPB ha
publicado, desde 2015, seis novelas de su personaje, el detective Joaquín
Tornado. Su últimos libros, la colección de cuentos Un hombre solo y mal
acompañado y la novela MEDICINA BAJO SOSPECHA, con editorial CES.
Entrevistas literarias:
https://emiliorestrepo.blogspot.com/2023/05/conversaciones-entre-escritores.html
Libros del autor:
https://emiliorestrepo.blogspot.com/p/libros-de-emilio-alberto-restrepo.html
La venganza nuestra de cada díaEmilio Alberto Restrepo
La venganza nuestra de cada díaEmilio Alberto Restrepo