Emilio Alberto Restrepo a Beatriz, la doctora
Yo creo que ya es hora de ir hablando del asunto, total, han pasado casi diez años. El tiempo se ha encargado de hacer espesos los recuerdos, siempre pasa igual, el paso de los meses va diluyendo la historia, la memoria se va reblandeciendo y uno va diseñando el pasado como quiere conservarlo, como más le conviene. Nada menos riguroso que la nostalgia, va modelando a su antojo las imágenes para darle cuerpo a la forma idealizada como uno prefiere recordar los sucesos.
Y vaya si es cierto que no hay muerto malo ni niño feo. Resulta que luego de morirse el Michael, todo eran halagos, perfiles en los que faltaba poco para endiosarlo, repeticiones sin descanso, una tras otra, en los que mostraban los momentos memorables de una carrera artística que fue, por decirlo de una alguna manera que no suene a cliché, sublime, apoteósica, brillante hasta la incandescencia.
Y créanme que yo sé lo que digo porque estuve allí en el momento que era, lo viví en primera fila y como pocos tengo la autoridad para contarlo.
Me llamo Jonas T. y desde que Michael comenzó su carrera como solista, yo hice parte del equipo que lo acompañaba las veinticuatro horas de todos los días del año en su carrera delirante hacia el éxito; estaba a su lado viviendo una estampida de vértigo hacia el delirio total de una gloria rotunda que nunca supo de reposos ni claudicaciones hasta la escalada definitiva.
Y si bien es cierto que a partir de un momento que nunca esperamos que fuera posible vivir, las relaciones con los listados de números uno se enfriaron y nunca más repetimos encabezamiento en el ranking, para nosotros el ritmo nunca bajó; el acoso de la gente, de los fanáticos, de los periodistas y de los paparazzi, cada vez se hizo más inmanejable. Cambiamos las canciones de éxito por los escándalos, los aplausos por los hostigamientos, los reflectores y las coreografías por los titulares que no daban tregua en su obsesión por arrancarle al Michael el pellejo a pedacitos, por cierto, bien delicada que tenía la piel.
A lo último, más importantes y publicitados que los videos magníficos que cambiaron la historia de la música hecha imagen en una interrelación de un nivel por nadie igualado, se convirtieron las transmisiones de los juicios, de los resbalones, de las debilidades, del deterioro. Porque no me es fácil reconocerlo, pero es cierto que nos fue ganando la decadencia.
A mí no me tocó trabajar con él en la época en la que Michael era el niño prodigio que cantaba con sus hermanos y encantaba al mundo entero con su voz, con su carisma, con ese talento que se le resbalaba en cada gota de sudor. Eran una máquina de swing, el ritmo frenético era natural en ellos, era tan fluido como respirar. Barrieron con la competencia; los hermanos Osmond eran acaso un simplón remedo de caras pálidas y muelamentas con forzadas sonrisas de postín que no lograban recuperar la dignidad de la supremacía blanca que se cacareaba en aquellos años. Y yo no lo digo por ser afroamericano, sino por sentido común, por justicia.
Y Michael se robaba todas las miradas. Casi ni sabía ir solo al baño y ya era un cantante y bailarín de primera categoría. Era un niño encantador admirado en forma unánime. Era una celebridad y el mundo lo amaba. Nadie podía saber por aquel entonces que detrás se agazapaba una disciplina para perros ejercida por Joseph, su padre, quien en su fundamentalismo religioso, en su cuadriculada concepción de la norma y la disciplina, no admitía desviaciones ni digresión. Ni siquiera las propias de la infancia, y no ahorraba violencia en ello. Nada de escuelas, se contrataba un profesor privado. Nada de juegos callejeros ni amigos de barrio, meses enteros en giras que apenas permitían reposo para descansar y arrancar con una nueva sesión de ensayos y grabaciones en los estudios. Todo por el éxito, todo en nombre del estrellato. Él y sus hermanos eran los únicos niños del entorno. El resto, adultos del mundo de la música, empresarios ambiciosos, capitalistas ávidos, camarillas de artistas y los pajarracos que suelen merodearles.
Sin darse cuenta, le habían robado la infancia y hasta la afrenta de ver salir una espinilla en un día de show televisivo programado, le hacía merecer una buena zurra de su padre. Michael nunca entendió muy bien este mundo y estos comportamientos, pero sabía que era distinto, que era lo que le había correspondido en suerte y que no tenía derecho a revirar.
Desde siempre se vio y se sintió como una súper estrella, siempre fue el centro de atracción, siempre alguien obedecía sus órdenes, cumplía sus deseos, le hacía los deberes que al resto de los humanos nos toca asumir.
Hasta aquí todo lo que he relatado lo supe por referencias, nada oculto, es lo que siempre se ha sabido de él.
Y pese a lo que él quería que ocurriera, creció, se hizo adolescente, luego adulto y a partir de eso, las cosas se precipitaron y ya nunca más volvieron a tener freno ni sosiego.
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Fue por estos tiempos que ingresé a la nómina para estar a su servicio. Yo hacía parte del Magic Team, un grupo de más de cien personas trabajando en todos los frentes para que todo resultara perfecto, para fabricar una vida ideal, para estar al tanto de todos los detalles en lo técnico, en lo empresarial, en lo humano, en lo cotidiano, en lo personal. La idea era que no se presentaran errores. Nada se dejaba al azar, todo era planificado. Hice mil oficios, desde lo más discreto y alejado, hasta ser escolta personal de sus hijos. Fui jardinero, catador de alimentos, esterilizador de sus sábanas. Trabajé en el monitoreo de cámaras de su rancho, conduje su carrito de golf, fui extra en varios videos donde había muchedumbres. Un tiempo trabajé en la casa de huéspedes, conocí todo tipo de estrellas, vigentes y en decadencia y mi cuaderno de registro de autógrafos de celebridades fue la envidia durante mucho tiempo. Estuve en las oficinas de marketing en las que se comercializaban miles de objetos con la imagen de Michael. Al obtener mi diplomado fui asistente de los contables, en fin, siempre estuve adentro del corazón del emporio.
Porque Michael era toda una empresa, una fábrica de dinero, una multinacional del espectáculo que movía billones y entretenía a millones. Para entonces era imparable, un éxito tras de otro, cada canción mejor que la anterior, todo el año en gira por todo el mundo. Era el rey absoluto y nadie cuestionaba esta distinción. La gente se engolosinaba con su talento, ya no era tan importante que cantara bien, sino que registrara perfecto; por entonces se le reconocía que sus coreografías eran obras maestras, que sus videoclips se superaran uno tras otro. Nadie bailaba como él. Nadie tan querido, tan aceptado, tan carismático. Este camino duró quince años. En lo público se ascendía al paraíso. En lo privado, en lo personal, casi nadie sabía que el camino conducía inexorablemente a lo más profundo de los infiernos.
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Pero tratándose de Michael, la procesión iba por dentro. Mientras estuvo embriagado del éxtasis de la gloria, apenas se daba tiempo para pensar. Prefería refugiarse en el trabajo frenético que implicaban las giras, los ensayos, las grabaciones, las conferencias con la prensa. Miles de entrevistas, cada día un hotel distinto, multitudes enardecidas de admiración sin freno. Cero privacidad, cero concurrencia a lugares públicos, era literalmente imposible.
Y era un hombre muy difícil de definir. De movimientos suaves y refinados, era muy distinto a como lo proyectaban sus videos, en los que era dinámico, agresivo y desafiante. En persona era frágil e inseguro. Su vocecilla era delgada, sus ademanes eran una combinación oscilante entre lo masculino y lo femenino, estaba lleno de miedos, odiaba estar solo en un sitio, pero casi no permitía el contacto físico con nadie.
En realidad parecía un niño, aunque todos sabíamos que era el patrón, el dueño de una fortuna incalculable. Estaba lleno de dudas acerca de todo, sobre todo sobre sí mismo. Tiraba el dinero de una forma extravagante, no le importaba llenarse de todo tipo de antojos al precio que fuera, aunque nunca más volviera a mirarlos, quedándose empacados inclusive como llegaban. Cientos de amigos y familiares le pedían plata prestada, nunca la escatimaba ni se las negaba, se olvidaba de inmediato de la deuda y casi ninguno le pagaba. Invitaba cientos de conocidos a su finca, todos de su cuenta con familiares y pegajosos incluidos. Odiaba los microbios, los contagios, el cáncer y las infecciones, por lo tanto esterilizaba todo, no tocaba nada, era enfermizo por el aseo, el agua, los desinfectantes. Era cierto que dormía en una cámara de oxigeno hiperbárica porque estaba convencido que regeneraba los tejidos y prevenía el envejecimiento. Odiaba la vejez y la feúra y se hizo más de cincuenta procedimientos estéticos que cuando estaba más viejo lo volvieron más feo y eso lo hizo más inseguro, cayendo en el que fue su eterno círculo vicioso. Con la disculpa del vitíligo que amenazaba con volverlo caratejo, aprovechó para blanquearse la piel y cumplir su viejo anhelo de ser blanco, pues odiaba ser negro; la gran mayoría de sus íntimos era blanca, renegaba en voz baja del color, de la cultura, de la brusquedad y de los modos de ser de los de su raza. Se alisó el cabello, pues quería borrar todo vestigio del afro que lo obligaron a llevar en sus primeros años. A punta de despreciar su nariz chata de negro, y de tanto tratar de respingársela en múltiples cirugías, dañó el cartílago y le tuvieron que aplicar una prótesis que a cada rato le fallaba, para imitar un apéndice que lo hiciera ver un poco menos desfigurado. A lo último, sabiendo quien era, era difícil precisar si era hombre o mujer, blanco o negro, joven o viejo. Y gastó su liquidez económica en el intento. Al final, dueño de múltiples activos valiosísimos de los que no se quería desprender, los administradores no tenían efectivo para pagar la nómina y cumplir las obligaciones.
Y conociéndolo de cerca, aunque no puedo decir que intimé con él, la cosa era más compleja. Tenía un acercamiento con venerables matronas que adoraba como Diana Ross y Elizabeth Taylor, en cuyos regazos se dormía mientras le acariciaban el pelo, al parecer sin intimación de ningún tipo sexual, más bien en una especie de afecto edípico.
Y cuando se sabía el rey de la música de los setentas, los ochentas y parte de los noventas, entonces quiso poseer el legado de los sesentas, y compró por una astronómica suma los derechos de las canciones de los dueños rotundos de la época, The Beatles, y se quiso apropiar de su espíritu. Y no contento con ello fue a los cincuentas -en los que nació la música pop de la cual era ya el líder vigente absoluto- pero como el prototipo ya había muerto, entonces fue por lo que mas se aproximaba, la hija del rey Elvis, Lisa Marie. Se casó con ella, trató de fusionar sus reinos, Neverland con Graceland, y nosotros los veíamos aburrirse de lo lindo semanas enteras apenas sin hablar, sin nada en común, durmiendo separados, sin ningún contacto, hasta llegar al necesario y natural divorcio dos años después.
Y cuando le dio por comprar el cadáver del hombre elefante como uno más de sus delirios, para desespero de los contables. Y su no bien recibida y menos aclamada manía de rodearse de muchachitos, gastarse los días enteros con ellos jugando como el niño que nunca dejó de ser, durmiendo con ellos. No puedo asegurar que abusara o no de ellos, lo cierto es que era una manía irrefrenable, muchos de nosotros nunca la pudimos entender ni aceptar ni estar de acuerdo con muchas cosas que veíamos o intuíamos, lo cierto fue que nos tocó callar del todo, ver poco y saber menos y a él le costó el prestigio, millones de dólares, juicios completamente desgastantes a partir de los cuales nunca volvió a ser el mismo, quedando con el prestigio completamente mancillado. Ya era el rey, pero de burlas y nadie daba un peso por su honorabilidad y su orientación sexual. Y ni sus esposas eran sus esposas ni sus hijos eran sus hijos. Vientres en alquiler, inseminaciones artificiales de su médico más admirado -blanco, por supuesto- matrimonios de conveniencia, nuevos escándalos, caída en el más absoluto patetismo, descrédito total, situación económica que amenazaba ruina. En fin, la debacle, y todo tendía a empeorar.
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Y pensar que llegué a llorar viendo algunos de los momentos apoteósicos de la era dorada de Michael. Se me destemplaban los dientes y se me ponía la carne de gallina –aún me sucede al evocarlo- cuando el mundo entero se rendía a sus pies en presentaciones brillantes como de de MTV de 1995 o la del Superbowl. Era el monarca absoluto. Al recibir los Grammys o al ser declarado el mayor vendedor de discos de la historia, nos henchíamos de orgullo por ser nuestro gran ídolo americano, y de nuestra generación, y de nuestra raza aunque quisiera ser blanco, y ser mi patrón aunque creo que nunca se aprendió mi nombre. Una vez que se dirigió a mí, me dijo James.
Basado en su prestigio, en la apuesta de su capacidad para vender discos y DVDs como nadie más y llenar el aforo completo de los estadios en los que se presentaba, además presionado por la iliquidez irreversible de su imperio que amenazaba ruina, fue que tomó la decisión de regresar a los escenarios y hacer una gira inglesa de más de cincuenta conciertos. La locura. Desde adentro, todos nos mirábamos con desconfianza pero nadie decía nada.
Las dudas parecían disiparse cuando en la preventa de los boletos, a las pocas horas, ya estaban agotados y los revendedores multiplicando por diez el valor de la oferta. La cosa era en serio. No había marcha atrás. Sería un regreso digno de él, que llevaba casi diez años en el ostracismo musical, que no mediático, con tanto escándalo y tanto que había dado de que hablar, con justicia o sin ella.
Michael decía que sí a todo, pero parecía en otro mundo, desconcentrado y débil. Honestamente, varios de nosotros, conociéndolo como lo conocíamos y venerándolo de la forma en que siempre lo hicimos, no estábamos convencidos de que el hombrecito fuera a responder como se esperaba de él. Y es que eran cincuenta conciertos de más de dos horas cada uno, una canción empatada de la otra, banda a todo timbal, coreografías y bailarines como en los mejores tiempos. Y nosotros que lo veíamos hacer el paso del “Moonwalk” con dificultad y ya casi sin gracia.
Michael parecía como aletargado y no parecía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo a su alrededor y lo que amenazaba venírsele encima. Pero nosotros sí. Y la verdad, estábamos bastante preocupados. Y no parecíamos ser los únicos, eso es lo delicado, y es lo que he tratado de contarles desde el principio.
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Cincuenta años cumplidos, cincuenta kilos de peso, pastillas para dormir, pastillas para no dormir, pepas para soportar los entrenamientos de su entrenador personal, pastas para los dolores óseos y musculares y de cabeza y hasta del alma, droga para el estrés, medicamentos para la fatiga crónica y para la depresión y para eliminar y para dar del cuerpo. Y bebidas energizantes y cero calorías, qué tal, cero harinas cero grasas, para eso están las píldoras de vitaminas y los suplementos reconstituyentes.
Y la gira encima. En poco menos de un mes todo estaría en marcha: las tribunas a reventar, el voltaje de luces, la descarga de decibeles para recibir al rey en su firme propósito de reinventarse. Y él no estaba muy seguro, pero no parecía ni darse cuenta o no le importaba. Sólo le preocupaba no agarrar un resfriado, no aguantar sol, no exponerse a los microbios y tratar de disimular que estaba casi calvo y que su voz no era la misma de antes.
Entonces pasó lo que tenía que pasar. Un buen día Michael apareció muerto. Estaba taqueado de morfina y cualquier cantidad de drogas de control y de prescripción médica obligada. A partir de su fallecimiento se convirtió en uno más de los cadáveres exquisitos que en el mundo han sido, más venerado y adorado muerto que vivo. Quizás, uno de los más poderosos, a la altura de Presley, de Marilyn o de Lennon. Como se esperaba que ocurriera, vendió casi tantas copias de sus discos y películas como cuando estaba vivo, los fans se peleaban por adquirir uno cualquiera de los millones de suvenires que ni cuando estaba activo se vendían en esa proporción. En el punto en que estaba, era claro que era más rentable muerto que vivo. Mientras respirara, era más un estorbo, un incómodo mueble que no se acomodaba en ningún sitio. Y creo que alguien –o el mismo, cómo saberlo- así lo entendió y supo lo que tenía que hacer.
Por plata, no hubo problema. La gira tenía seguros multimillonarios, dejaría ganancias de todas maneras, ya sin ningún tipo de riesgo; el mismo Michael tenía seguro de vida de ocho ceros, en estos asuntos los empresarios no dejan nada al azar.
Con Michael a buena cuenta de la parca, no había peligros de ningún tipo. Ya estaba preservado de la decadencia, del deterioro, de la debilidad, del cansancio, del fracaso. Así no se expondría a riesgos de abucheos, de enfermedad, de cancelación, de traspiés, de notas salidas de tono, de exigencias extravagantes de megaestrella. Ya no cometería más errores, todos sus pecados estarían automáticamente perdonados, sus faltas redimidas. A partir de eso, el cielo estaba garantizado, lo mismo que su merecido lugar en la historia, dejando una profunda huella en la memoria colectiva. Estoy casi seguro que mientras la fanaticada lo lloraba, en alguna cancha de golf de un club privado, unos empresarios barrigones fumaban tabaco mientras brindaban por su buena vida a partir de su buena muerte.
Yo ya estoy viejo, cansado y jubilado. Me siento muy solo y aún sigo siendo negro. Toda mi vida giró y sigue gravitando en torno a Michael, lo que hizo, lo que dejó de hacer. Conocí mucho de su vida pública y privada. Escribí un libro con las memorias de mis años en Neverland, vendí una gran cantidad de ejemplares, salí en los programas de Oprah, de Larry King y otros tantos y me gané una buena cantidad de pavos que me permitieron retirarme y vivir una jubilación con gran comodidad, como no me la imaginé ni en mis más locos sueños. Todavía escucho con nostalgia la música de Michael. Pensé que ya era justo contar una parte de la historia, porque ya han pasado diez años. Y era hora de ir hablando del asunto.
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