TECNICAS DE MALEVAJE
Apartes de la novela "LA MILONGA DEL BANDIDO"
Analizando mi novela “LA MILONGA DEL BANDIDO” con estudiantes de
archivística de la Universidad de Antioquia, les llamó la atención que en ella
se consignaban muchos “trucos” de la forma de operar con que el protagonista,
José Eduardo, se dedicaba al malevaje con su banda “La Inter”. Me lanzaron el
reto de publicar en el blog el capítulo en el que se detallaba el modus
operandi de esta caterva de pillos sueltos haciendo de las suyas en Europa. Me
pareció simpática la propuesta y aquí lo reproduzco. Traten de no aprender
demasiadas cosas.
Coda: Esta novela fue finalista en el concurso BAN: NOVELAS DE PELÍCULA, convocado por MORENA FILMS y BUENOS AIRES NEGRA en 2014.
He ahí la lista:
El profundo sur (Andrés Rivera)
La Pasajera (Perla Suez)
Ciudad Santa (Guillermo Orsi)******ganadora
Erebo (Mariano Gallego)
Robos y Hurtos (José Montero)
La Cabellera de Berenice (Lorenzo Lunar)
Las reglas de Burroughs (Sebastián Chilano)
Sonrisa de Gato (Jorge Moch)
El secreto del ascensor (Ferguson Vail)
La Milonga del Bandido (Emilio Restrepo)
BAN!
Buenos Aires Negra
Festival Internacional de Novela Policial
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Durante varios años estuvo muy
ligado en la ciudad a estructuras criminales que ejercían labores de sicariato
y cobro de cuentas, pero rápidamente
renegó de sus métodos ya que entendió que lo suyo no era la confrontación
directa ni el asesinato a pesar de que
no tenía limitaciones para hacerlo ni escrúpulos involucrados en ello.
Simplemente no lo llenaban; prefería la inteligencia, el seguimiento, la
imaginación, la fuerza de la palabra.
Al promediar los 18 años, fue a
dar con sus huesos a España aprovechando una apertura para
extranjeros, preferiblemente latinos que hicieran todo tipo de trabajos. Partió
para allá legal, con papeles en regla y visa de trabajo. Una vez llegado, se contactó con un grupo de
colombianos que tenían un negocio de comida muy concurrido y entre cocinar y
lavar platos pronto redescubrió una vez más que eso no era lo suyo.
Allí en el restaurante “La cueva
de Tabaco”, sitio de reunión de latinos que se conocía coloquialmente como “La
olla ”, en todas sus connotaciones, fue que rápidamente se conectó con una gran
pandilla que exportó con alta eficiencia las malas mañas de los amigos de lo
ajeno y las expandieron por toda Europa.
La fachada era la cocina, pero en
realidad encubría una red de pillaje conocida como “La Inter”, la cual tenía
múltiples frentes de acción.
Los primeros trabajos los
realizaron con joyeros provenientes de muchos sitios, chinos, japoneses,
hindúes, judíos, gringos, incluso españoles de Córdoba, casi nada maliciosos en
esas épocas, poco sensibilizados en el proceso de su seguridad personal y muy
amigos de cargar mercancía y efectivo en
grandes cantidades, sin escoltas y sin mayores precauciones. El plan era seguir durante varios días y
noches al “bambero” como lo denominaban, predecir sus horarios y rutinas,
independiente del frío y del calor, de la inmovilidad desesperante por ratos.
Estos personajes eran arquetípicos y predecibles: elegantemente
vestidos de traje de sastre, con guantes y maletín de cuero; al momento de
acercarse al vehículo, siempre el mismo, sin custodia, usualmente colocaban el
maletín entre los dos asientos delanteros.
La rutina era siempre la misma:
segundos antes de abordar el carro, uno de los muchachos chuza en varias partes
una de las llantas traseras sin ser
visto por nadie. A las pocas cuadras el
conductor se detiene, casi siempre más preocupado de no ser multado por ocasionar
una detención del tráfico; estaciona el vehículo al costado de la vía menos
concurrida y cuando tiene que dedicarse a cambiar la llanta accionando el gato,
en cuestión de segundos se aparece una moto que en un abrir y cerrar de ojos se
apodera del maletín y huye a toda velocidad sin ser perseguido.
Casi nunca había que recurrir a
la intimidación de usar un arma, pero si era necesario se hacía. Como muchas de
las joyas de estos negociantes no eran declaradas, ni estaban aseguradas, ni
pagaban impuestos, casi nunca hubo denuncias.
Siempre lograron dar muy buenos golpes antes de que los joyeros se
pusieran sobre aviso y contrataran escoltas.
De todas maneras los negocios
siempre rotaban y en ocasiones la estrategia
era atracar a los dueños de los supermercados, restaurantes, lavanderías
o tabernas que consignaban cada diez o
quince días el dinero de las ganancias, luego de infiltrar un miembro del grupo
en la cocina o en el aseo; una vez
adentro, era quien avisaba o “campaneaba” el momento exacto de la salida con la
plata, el color de la chaqueta y las características del maletín.
A José Eduardo y compañía le encantaba la ingenuidad
de los europeos, pues siempre era fácil robarse la caja de un hospital, de una
escuela, de un mercado de carretera sin recurrir a la violencia y sin tener que
matar a nadie. Nunca los denunciaban o
reconocían, pensaban ellos, pues un
sudaca es igual a otro y con un cambio de chaqueta, una peluca y un mostachón
falso era sencillo pasar desapercibido, volverse masa, escabullirse entre la
gente. Eludiendo circuitos cerrados de vigilancia y viajando de una capital a
otra o a un país vecino por tren, siempre era posible enfriar el rastro.
Alimentando la angurria de muchos
reducidores, descubrieron que la especulación era un buen negocio. Por ejemplo, en un operativo despojaron de
una valiosísima colección de monedas y
billetes antiguos a un deteriorado “signore” italiano, mafioso de rango medio ya retirado de los
ardides y del oficio. A él llegaron a
través de su última esposa, una mejicana
trepadora y oportunista, bruta como una mula, ya cuarentona, pero que no cejaba
en su pasión carnal por los mozuelos. La
misión de cortejarla le fue encomendada
a “TavoCalambre”, quien no ahorró esfuerzos para guindársele a su regazo
de hembra urgida en sus noches de búsqueda por tabernas y discotecas de la
ciudad. Afinando el romance, en un descuido de la casquivana que se refocilaba
con él en su propia casa a espaldas del cornudo reducido por la apoplejía, se
alzaron con el botín.
Casi sin dolientes y ya sin poder
de retaliación, el golpe quedó impune, pues la ardiente mesalina no hizo
escándalo por miedo, y el senecto ni se enteró. Pero los coleccionistas de la
ciudad se hacían agua la boca cuando se
regó la voz del robo de la codiciada presa.
Por su lado, entre la puja y el
regateo, vendieron seis colecciones por aparte haciéndolas pasar cada una como
la original, mezclando joyas con baratijas, clásicos con bisutería, reliquias
con chatarra. Gozaban de lo lindo
haciendo estas mixturas para cebar a incautos, los cuales creían estar haciendo
el mejor negocio de sus vidas.
Cuando alguien reviró, se le dijo
que no cabía engaño, que eso era lo que había, que en la avaricia del arcaico
siciliano no había hecho más que recoger basura, que él sabía lo que estaba
comprando, y que para evitar complicaciones era mejor no escarbar más en el
asunto pues los hijos y sobrinos del lisiado se podrían dar cuenta y no
quedaría más que un tendal de muertos, que analizara bien si valía la pena. Las cosas quedaron de ese tamaño.
Cosa parecida ocurrió cuando a un
joyero le birlaron unos relojes Rolex y unas plumas estilográficas de marca,
por encargo de más de diez negociantes de ciudades pequeñas.
Previo al atraco, contaron con la complicidad de un dependiente de la
joyería quien tomó varias fotos de la mercancía expuesta en un mantel
aterciopelado; dado el sólido prestigio de la víctima en el mercado, les fue
ofrecida con anticipación a los envidiosos mercachifles de provincia.
-¿Cuánto ofrece por esta maravilla, compadre?-decía cada uno por su
lado, José Eduardo, Caliche,
TabacoRestrepo, TavoCalambre, cuando veían el brillo de la codicia en los ojos
de las reses que iban directo para el matadero, emocionados al ver las imágenes
de las colecciones tan celosamente custodiadas y tan ansiadas por ellos.
- Si nos ponemos de acuerdo, le traigo completico el conjunto, que aún
no sale ni en catálogo-reforzaban mientras mostraban la foto que no dejaba
dudas de la valía de las alhajas
- Tienen número de serie exclusivo y papeles certificados que garantizan
la prenda, - Remataban.
El interlocutor apenas contenía
la emoción, fingiendo indiferencia, por aquello de no mostrar mucho las ganas y
tratar de sacar un mejor precio.
Cuando fijaron el valor final del
producto puesto en casa para evitar riesgos y habiendo capturado la máxima
cantidad de interesados que se pudo, dieron el golpe y esperaron a que la
noticia se difundiera. A cada uno previa cita con todos los misterios y la parafernalia del caso, le entregaron el
paquete envuelto en idéntica felpa a la de la foto, con las certificaciones de
originalidad en relieve, que con su preciosismo habitual el curtido cacorrón de
“Manitas-puercas” había diseñado para pasar el examen de autenticidad del
experto que fuera. Las falsificaciones
pasaron todas las pruebas, tenían todas las señales genuinas de la producción y
llegaron a pensar que sólo la casa del fabricante, y eso con dudas, era capaz
de establecer la diferencia. Las joyas originales se las repartieron entre
ellos.
En esto se demostró el brillante
trabajo en equipo de la Inter: la sagaz infiltración a los frentes de interés,
la filigrana al momento de elaborar un plan, la limpieza del golpe sin
secuelas, ni heridos y mínimos seguimientos inmediatos, la convicción del
discurso para captar los clientes interesados,
la habilidad imponderable del talento de la loca de “Manitas-puercas”
para imitar al borde la perfección cualquier cosa que pasara por sus dedos,
siempre y cuando no estuviera manoseando un muchacho y se conservara en
relativa sobriedad.
De esta forma, todos los joyeros
salieron felices con sus compras espurias.
De común acuerdo con la Inter, para evitar persecuciones peligrosas o
pesquisas incómodas, el plan era que esperaran un lapso de tiempo antes de ofrecer a sus
clientes la mercancía con el fin de
apaciguar los ánimos del propietario y de la policía. Cuando todo se enfrió, cada cual hizo lo que
pudo con la pifia tapada que había comprado, pero ninguno se dio cuenta de que
había sido vulgarmente estafado con una mercancía hábilmente reproducida en un
ardid donde les jugaron con pura especulación de sus expectativas. Les
vendieron una ilusión.
Si alguno se enteró de la verdad,
con el paso de los días y sin rastro del pillastre que lo engañó, le tocó
hacerse el bobo y tragarse su indignación y su orgullo de astuto timado. El dueño inicial cobró su seguro, los
detectives se dieron por vencidos y los muchachos del grupo celebraron una vez
más.
Casi nunca se enfrentaban a bancos
ni a supermercados grandes, pues el registro en cámaras siempre era un peligro
y por supuesto la vigilancia era mejor.
La doble vida de cocinero
siempre protegió a José Eduardo cuando
se presentaron visitas de inmigración o declaraciones ante la INTERPOL. Nunca hubo pruebas fehacientes de sus
actuaciones ilícitas y sin falta el
dinero fluía en cantidades, lo que le
permitió vivir holgado y girar sin sacrificios para sostener a su familia en el
barrio.
Una travesura que les dio buen
resultado fue cuando explotando el ego y la imbecilidad de los nuevos ricos
latinos que andaban haciendo y gastando fortuna en Europa, decidieron hacer un
anuario con las cien personas más importantes del país, “incluyéndolo a usted,
por supuesto, eximio representante de lo más selecto de nuestra nación en el
exterior, cerebro fugado que enaltece nuestros valores y resalta lo más
exquisito de la inteligencia local en los ámbitos europeos”.
Lo primero era seleccionar la
víctima; los preferidos eran los futbolistas recién contratados por algunos de
los equipos de la unión europea, un médico en trance de especialización, algún
profesional realizando un postgrado o un doctorado, un periodista en año
sabático, un comerciante que tenía algún negocio local de éxito, un pintor o
escritor en el obligado y esnobista período creativo y bohemio en París, una
estrellita de la televisión vernácula alimentando la megalomanía en papeles de
cuarta categoría en seriados de pacotilla que luego magnificaba en las obligadas entrevistas a las
revistas del Jet- Set criollo.
Luego se le hacía la propuesta,
mostrándole un catálogo de ejemplo en donde aparecían el presidente de la
república, la reina de belleza, el futbolista insignia, el cantante más famoso,
algún escritor destacado y todos los personajones que desfilaban por la
pasarela de la vanidoteca nacional. Por una suma considerable de dinero, el
prohombre “podría tener su reseña en la próxima edición de tan imprescindible y
lujoso volumen, en donde el que no figuraba simplemente era un don nadie, un
cero a la izquierda, en el cual había que aparecer para existir y certificar
que se era alguien y en el que para trascender había que mostrarse en la mejor
vitrina de América”.
Por la suma, que podría parecer
muy alta al principio, pero que una vez publicado el volumen se vería
irrisoria, se haría un tiraje de diez
mil ejemplares de lujo que se distribuirían en todos los sectores de influencia,
los grandes periódicos, las revistas de actualidad, de moda, de farándula y
culturales, las principales bibliotecas del continente, incluida la del
congreso norteamericano.
Una vez recibido el importe del
marrano engreído, le llegaban con cierta regularidad cartas contándole sobre
los avances de la obra, cuestionarios haciéndole preguntas, un borrador de la
biografía que acompañaría la foto estudio del notable e insigne cretino. Por
fin, le llegaba la copia del anuario lujosamente terminada, con la semblanza de
tan distinguidísimos patriotas, incluida la del chancho de marras que a esta
altura inflado como un pavo, no cabía en su orgullo, levitaba, se sentía en el
olimpo de los dioses, viendo su vida, obra y milagros impresa. ¡Lo que puede la
edición!
De otro lado, José Eduardo y sus
amigos de la Inter no podían hablar de la risa,
palmoteando y felicitando a
“Manitas-puercas” por su destacado trabajo de computador.
Con este sistema lograron
embaucar a más de doscientos candorosos
ególatras que felices mostraban el trofeo a los amigos sin confesar que
habían pagado por ello, pues no les convenía y hacía parte del contrato de
confidencialidad y discreción que habían firmado. Los descriteriados provenían de todos los
países, aunque confeccionar la lista de los cien mejores fue muy difícil en
algunos, por la ausencia local de súper estrellas reales. En esos casos se transaban por cincuenta, por
ejemplo.
La estrategia fue altamente
eficaz; casi ninguno de los seleccionados para el mercadeo inicial dijo que no,
pues todos tenían la billetera tan inflada como la autoestima.
Por supuesto los diez mil
ejemplares sólo existían en la imaginación de la Inter y en la locuacidad del
exaltado patricio, quien siempre quedaba
creyendo que su sólido prestigio personal corría de boca en boca por
todos los rincones, en esta época de globalización y comunicaciones
interoceánicas.
Todo iba viento en popa, nunca
falló el plan, ni fue descubierto ni denunciado porque los ingenuos surgían de
la nada y se reproducían por generación espontánea. Sólo el cambio de planes de la banda, cuando
les dio por incursionar en una nueva actividad que copaba todo su tiempo y
atención, el narcotráfico, obligó a que hicieran una pausa y dejaran de lado
esta rentable actividad de vivir cómodamente de la majadería del prójimo.
Mientras tanto las opciones se
diversificaban, nunca se quedaron quietos ni dormidos en los laureles.
El robo de ropa de marca era una
verdadera mina, a través del sistema de la “bolsa biónica” que consistía en
adecuar una talega con el logotipo del almacén que fuera objeto de la fechoría
y en las paredes internas, intercalarle seis capas de papel carbón y aluminio
cubiertas y adosadas para no llamar la atención en caso de ser requisadas. Esto buscaba aislar el detector de la
marquilla de seguridad incorporada en los vestidos. Una vez ubicado el local,
José Eduardo entraba al almacén elegantemente vestido, fardo en mano, mirando
con indiferencia la mercancía, escogiendo las más caras, metiéndose al vestier
con varias prendas al mismo tiempo, poniendo en la mochila las más
apetecibles y saliendo tranquilamente
por la puerta principal con la seguridad de que la alarma no sonaría; luego
procedía a descargar la mercancía en la
camioneta para repetir la operación en todos los almacenes del centro comercial
o del sector, para más tarde ir a donde el reducidor y pactar el precio. Sorprendentemente, con la ayuda de cuatro o cinco camaradas, José Eduardo
lograba tener un lote grande de ropa costosa en dos o tres días, pudiendo
recorrer así varias ciudades de Europa en un mes.
Mucha de esa ropa de marca,
original y nueva, aparece luego con
precios de ocasión en los outlet de
Miami o de ciudades colombianas, en donde los conocedores la compran
felices a precios mucho menores y los desconfiados piensan que se trata de
vulgares falsificaciones, mientras que con desdén ponen mirada de astutos.
Parte del éxito del periplo
europeo de José Eduardo y su mesnada era
la constante rotación de actividades, ya que su ingenio era ilimitado, la
ambición desmedida y las ganancias descomunales.
Por eso chequeaban barrios de
jubilados de clase media o alta, casi todos con sirvientas latinas, varias de
ellas indocumentadas; sin involucrarlas
delincuencialmente, a cambio de confianza, amistad o charlas etílicas en los
parques, en los cines o en los sitios de reunión de latinos durante los
descansos, las inocentes guisanderas cometían muchas infidencias y daban claves
de rutinas y disponibilidades para perpetrar los hurtos.
Con o sin ayuda, con complicidad
o sin ella, los fabricantes de llaves maestras para abrir sin violencia puertas
de apartamentos eran unos magos y José Eduardo se regocijó de lo lindo sacando
joyas, dólares, euros y papeles bancarios durante las vacaciones, paseos o
simples descuidos de los europeos de la época que aún no sabían la plaga que
les acechaba las pertenencias y les permitía vivir sin desconfianza y con plena
tranquilidad su paso lento y seguro hacia la bancarrota; sobre todo por la
típica costumbre de estos ancianos de dejar las tarjetas bancarias con la clave
anotada en un papelito para no olvidarla e incluso dejar los cheques en blanco firmados con el supuesto de hacer la firma bien hecha en casa, sin temblores
ni equívocos y así no tener problemas con los estrictos bancos europeos que no
toleraban una rúbrica que no fuera totalmente exacta a la que tenían
registrada, pero no tenían problema en pagar un cheque falso o vaciar una
cuenta a favor de un bandido amable y carismático.
También en los casinos, era casi
una costumbre que los apostadores tuvieran una pequeña maleta negra, cuadrada,
rígida, con clave, que todos utilizaban casi como sello de estilo, como signo
de identidad de su clase. La entrada era libre, el licor gratis y
disimulando entre la ruleta y las máquinas traga-monedas, no era difícil
detectar cual pisco había ganado en una noche de suerte loca.
Al retirarse del sitio luego del
seguimiento respectivo, varias veces les dio resultado a él y a sus amigos el
conocido truco del “lapicero bota
tinta”. Justo a la salida del centro
comercial, ya sin la vigilancia privada de la casa de juego, aprovechando el
sopor de las muchas horas de insomnio, humo, concentración y licor del idiota
escogido, una de las muchachas de la camarilla, Ángela, Diana Q, o cualquiera,
generosa de pechugas y de escote, acompañada de un viejito decrépito y gacho
que no despertaba sorpresas, usualmente el histrión de CarlosHueco, el mismo
TabacoRestrepo, un colombiano tramposo, artero y mañoso, perro callejero
sobreviviente de mil batallas pero con una cara de yo-no-fui que lo libraba de
toda sospecha. Decía que este par de
perlas descargaba de forma magistralmente accidental la tinta del esfero sobre
la camisa del filipichín que venía ensimismado, absorto, volátil, levitando en
la nube de su golpe de suerte.
Inmediatamente se da el forcejo,
el involucrado manotea y vocifera diciendo que su camisa es de tantos
euros, deja la maleta en el suelo,
gesticula, la chica llora y suplica, pide disculpas, el pajarraco vejete trata de mantener la calma para evitar malos
entendidos. En un segundo, sin
aspavientos ni visajes, otro de la manada le hace el cambiazo maleta por
maleta; los otros miembros llegan, hacen corrillo, arman el escándalo y así como llegan se van, dejando al marrano
hablando solo y con un maletín lleno de papel higiénico no necesariamente
limpio.
En los casinos pequeños e
incluso en algunos más poderosos de ciudades capitales cuando ya se tenían mayor confianza, enfrentados con
sistemas sofisticados de seguridad y vigilancia, hicieron en varias ocasiones
lo que denominaban “el cambiazo” de fichas. Sacaban con disimulo una o dos que
no cobraban en la taquilla y con el diseño
y la supervisión de “Manitas-puercas”, utilizando un molde vaciador de
acrílicos y plásticos conocido como “la machín”, hacían cantidades de réplicas
idénticas, indiferenciables de las originales de moderada denominación, no las
más costosas para no llamar la atención; las entraban de nuevo al
establecimiento, las mezclaban con las circulantes compradas y ganadas y se
turnaban para cobrarlas por ventanilla luego de haber estado jugando en las mesas
y en las máquinas tragaperras. Este sistema era muy bueno para mantener
efectivo al mismo tiempo que se divertían, pero se cuidaban de no abusar de él
rotándolo y dejándolo enfriar, ya que los arqueos de caja al día siguiente detectaban el exceso
y la estafa, los casinos eran obsesivos con los circuitos cerrados de
televisión y grabación, los dueños eran muy celosos de los pícaros y los
gorilas de la vigilancia no le negaban nunca un pulido corte de franela o un
disparo de gracia con una automática al que se atreviera a defraudarlos. Con
ellos no era charlando.
José Eduardo veía todo esto y no
lo podía creer. Era un paraíso tener tanto ingenuo junto y a su disposición, la
mayor concentración de güevones por metro cuadrado en el mundo. Tanta papaya partida y servida para comer a
sus anchas, sin tener que herir a nadie, casi sin riesgos, puertas que se
abrían de par en par de acuerdo a su voluntad, casi una montaña de Alí Baba
llena de oro para disfrutar a sus anchas.
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Otro de los protagonistas, “Tavocalambre”, también era toda una biblia
en el arte de desplumar al prójimo. Se le dedica todo un capítulo a recrear sus
“técnicas de malevaje”, copia fiel de como operaba este pajarraco en la vida
real. Todo un bellaco de marca mayor:
Por aquellos días del arribo de
Diana Q. estaba relativamente recién llegado a España “TavoCalambre”, remoquete
con que se conocía a Julián Gustavo, el sobrino de TabacoRestrepo.
Siendo acaso el menor y el más
nuevo de los miembros de la Inter, ejercía un liderazgo firme, evidentemente
siempre a la sombra de las figuras dominantes, José Eduardo y CarlosHueco, pero
sin entrar en contradicciones o disputas de poder con ellos.
Se trataba de un joven e
inquieto pelafustán salido a las volandas del país, luego de fraguar una
serie de pequeños pero efectivos timos que le permitieron enchonchar a un
número igual de despalomados. Decidió que estaba harto en Colombia al entender
que las oportunidades para alguien como él, sin estudios ni apoyos, estaban
negadas en lo que estuviera dentro de la ley, o supeditadas al subempleo o al
ejercicio del pillaje armado o la violencia.
Poco antes había tenido que huir
apresuradamente de Pereira, en donde se venía ganando la vida quitándole la
platica a los ingenuos del barrio en donde tenía un consultorio de “Artes
curativas naturísticas, adivinación del futuro con conocimientos hindúes y
trabajos metafísicos garantizados”; allí era conocido como “El profesor Elías”
y mediante su discurso culebrero de curador de media quincalla, engañaba
aprovechando la ignorancia de la pobre gente que depositaba en él las
esperanzas para buscar la buena fortuna, espantar la mala suerte o atraer de nuevo al ser amado esquivo. Como
las personas son sugestionables y se impresionan con facilidad, los trabajos
eran realizados en secreto, garantizando la discreción y el silencio de ambas
partes, so pena de hacer caer sobre el infidente una gran maldición
directamente enviada desde el reino de Belcebú. Esto le permitía repetir una y
otra vez el truco para que los incautos siguieran cayendo sin peligro de
ponerse sobre aviso.
Así duró algún tiempo diciéndole
a la gente pobre lo que quería o necesitaba oír, explotando mujeres abandonadas
o solitarias, viudas caídas en desgracia, desempleados al borde del desespero,
enfermos terminales desahuciados aferrados a una ilusión, todo a cambio de
arrebatarles el dinero, o pidiéndoles bienes en especie o si la fulana estaba
agraciada y dispuesta, de alguna manera se le cobraba. El discurso era el
consabido y los lugares comunes recurrentes. Todo mundo tiene elementos
inespecíficos que le encuadran, lo importante es envolverlo en el galimatías
que se le adapte a su propia historia. La habilidad para sacarle
imperceptiblemente información a través del diálogo o el interrogatorio,
acudiendo a la observación de tics en
datos sueltos al desgaire o información traída por cómplices, acusetas o
soplones, hacen la diferencia y crean la magia. Para esto TavoCalambre, ahora
Profesor Elías, era todo un maestro.
El problema se presentó cuando no
se supo medir ante una cliente un poco más pudiente que las demás, aunque
completamente descriteriada, bruta y atolondrada. Parecía tener buena reserva de
dinero y se mantenía al parecer muy sola, pues el esposo andaba siempre de
viaje continuo. La consulta era por cualquier superchería, para saber el futuro
y garantizar fortuna, pues se mantenía soñando con joyas y tesoros y era lo
suficientemente supersticiosa para intuir que algo bueno se presagiaba en el
horizonte. Nuestro gentil hombre le dijo que ella estaba marcada por los
doblones, que era una especie de reina Midas y que con su guía y un millón de
pesos, la haría multimillonaria. Al minuto ella lo contrató y el avenido
pitoniso como pudo se inventó la forma de enterrar cerca de la casa de la
señora, incluso en el solar, cerca de cien mil pesos en baratijas aparentosas
que hicieran mucho bulto para terminar de asombrar a la descocada vecina. La
dama encontró los embustes ocultos e hizo el escándalo correspondiente, lo que
incrementó notablemente la fama del adivinador y por lo tanto la clientela.
Esto le trajo nuevos retos sirviendo como médium del más allá para todas las
que estaban encontrando la mina de oro enterrada a pedacitos en los sitios que
nuestro pajarraco les indicara en medio del trance. Pague usted la cuota y sus
joyitas encontrará, parecía ser su lema.
Todo iba marchando según lo
presupuestado hasta que la mujer que lo inició todo se puso intensa, sintiendo
celos y envidia porque otras iban encontrando cosas que con seguridad eran para
ella y los últimos hallazgos no parecían compensar todo lo que ella le había
pagado al Profesor Elías. Para quitársela de encima, éste le dijo que lo que
pasaba era que ella estaba poseída por un demonio perverso que se le había
metido al cuerpo, ya que muy probablemente el esposo la tenía rezada o
enyerbada. Que le cobraba un dinero por limpiarla energéticamente, para lavarle
el aura y para tal efecto le hizo tragar unas cápsulas que le indujeron un
vómito incoercible. Incluso se alcanzó a asustar cuando la vio casi postrada,
creyendo que se le había ido la mano en porquerías; cuando casi se volteaba al
revés en sus arcadas, se presentó el efecto esperado: apareció la bola de
pelos, el gusano greñudo y las moscas verdosas nadando en los jugos gástricos
regurgitados mientras a la víctima se le quería salir el alma por la boca. Él
las recogía con una mantilla de misa, rociaba el magma apestoso con supuesta agua
bendita y le rezaba en un latín medio entreverado más bien inventadongo
entornando las cejas, mano izquierda en el pecho fingiendo consternación, mano
derecha generosa en bendiciones para tratar de limpiar el cuerpo y el alma de
la influencia del maligno. Al tiempo que se recuperaba del asombro, el duende
sonreía al rememorar la dificultad que le daba empacar esas malditas moscas
dentro de los empaques conseguidos en farmacia de esquina y enroscar el remedo
de gusano rescatado de mil babas previas, para la próxima vomitona con
necesidad de maleficio.
En lo que no se cuidó fue en
enrostrarle que la brujería se la había hecho su esposo, un apache que trabajaba con los mafiosos del
cartel del Valle, curado de toda suerte de espantos quién no celebró con humor
la histeria de su consorte furiosa que pretendía cobrar venganza de la afrenta
con un cuchillo de carnicero matarife recién afilado mientras él dormía. Por
eso le cayeron a las cinco de la mañana tumbándole la puerta, dispuestos a
demostrarle que los enemigos de este mundo pueden ser mucho más peligrosos que
los del más allá y le tocó huir en pantaloncillos por una terraza vecina y
fugarse por una quebrada, dejar todo tirado y no volver nunca por allí. En el
salón de rituales el energúmeno encontró toda suerte de talismanes, fotos,
pelucas, pañoletas coloridas, bicharracos, bebedizos y pistola en mano juró que
si volvía a ver al farsante o a sus amigotes, no le alcanzaría esta vida y la
otra para picarlos en pedacitos y metérselos por un agujero ubicado en la parte
de atrás de su cuerpo y que usualmente sirve para otros menesteres.
Por esas calendas, había
contactado a su tío CarlosHueco a quien expresó sus deseos y ambiciones y pidió ayuda para instalarse con él en Madrid.
Inicialmente el desconfiado zorro no estuvo muy de acuerdo con el viaje;
temía también que de pronto sus enemigos, se aprovecharan de su sobrino, le
hicieran inteligencia y le siguieran el rastro; ya sabía de las ganas que le
llevaban y no podía exponerse a ser descubierto; bien conocía él de rencores y de la pasión con que se
ensañan en su mundo con el que ha hecho algo indebido y ha sido marcado con el
sello de traidor, defraudador o torcido.
- Siempre se ha dicho que no hay ex cacorros, ni ex faltones. ¡Cómo me
llevarán de hambre para cobrármelas todas juntas, si me dejo pillar de esos
hijueputas! - sonreía nerviosamente
CarlosHueco al recordar sus andanzas en Medellín y en Caracas antes de
salir huyendo en bombas de fuego. - Me deben estar buscando con un cortaúñas
oxidado para partirme en pedacitos y hacer un estofado de mis criadillas. ¡Se me pone la carne de
gallina! - decía medio en charla medio
en serio mientras que se ponía las manos en los genitales haciendo un gesto
universalmente reconocido como soez.
De todas formas, ante la
insistencia de TavoCalambre y conocedor de lo que era la movida en Medellín, ya
denominada como “la ciudad de la furia”, una abrumadora mole de cemento
enrarecida de violencia y delito, entendió que sin otras opciones el futuro
necesario de su ahijado sería la cárcel o el cementerio, poniendo de por medio
la calle y el bandidaje. En España le
había ido bien, las cosas se daban, los riesgos eran pocos y manejables para un
grupo con la experiencia, astucia y habilidad de su combo y si había ayudado a
otros, ¿Por qué no a él, que era de su familia?
Al fin se decidió, le dio un
plazo de cuatro meses al muchacho mientras ultimaba algunos asuntos pendientes,
terminaba algunos trabajitos en otras ciudades y recogía unos dineros
volantones. En aquel entonces no se necesitaba visa y el ingreso no estaba tan
restringido.
TavoCalambre, con la fecha ya
definida y en tanto esperaba que le enviaran las instrucciones, no perdió
tiempo y empezó a rebuscarse en varios frentes de acción para levantarse un
capital que le permitiera llegar a Europa sin ser cargoso para su tío, de por
sí cantaletoso, reparón y cositero.
Haciendo gala de la combinación equilibrada de su encanto natural, con
la galantería de su parla fácil y halagadora, en varios sitios se dedicó a
seducir y a envolver a mujeres solas y sin atributos físicos que literalmente
cayeron a sus pies rendidas de amor, entregándole sin ningún recato el corazón,
el cuerpo y la chequera.
Antes de tomar la decisión de
viajar, siempre había utilizado a las mujeres con un objetivo sexual, puramente
carnal, dejándose querer o invitar, pero nunca timándolas. Eso sí, siempre
escogió las que le gustaban, nunca se fijó en las que eran poco agraciadas o
peor dotadas por la naturaleza. Pero
cuando tomó la decisión de irse, ¡Quién dijo miedo!, todas le servían, y
mientras más viejas y más feas pero bien platudas, mejor, más sencillo era
desplumarlas. Así elaboró una carátula
de coartada, nombres falsos, teléfonos inexistentes, trabajos ficticios para no
dejar pistas. Empezó a seguirle la rutina a varias que tenía en la mira, una
bigotuda narigona de anteojos que manejaba un almacén, una veterana de cien
kilos y cuerpo de nevera que iba todos los días a un gimnasio, una enfermera
del seguro social, separada y con dos hijas, ya viejona y poco agraciada pero
con fama de haber sido una casquivana insaciable y cuasi ninfómana, sufriendo
ahora con el problema de ya no tener quien se apiadara de ella y de sus antojos
efervescentes del ombligo para abajo, en fin, una sucesión de damiselas
solitarias entradas en años o pasadas de kilos, urgidas de amor y de compañía, con algunos pesitos de sobra o
sino, una cuenta de ahorros, tarjetas de crédito y la posibilidad de hacer
préstamos bancarios.
Con todas la estrategia funcionó.
Con diferentes discursos y pantallas, un seminarista que “dejó todo por
seguirte a ti y conquistarte en cuando te vi, dejando la vocación por un amor
absoluto y una consagración total al delirio de quererte, amada mía”, un
bachiller desplazado por la violencia de su pueblo, entrando en depresión por “no poder estudiar y no
tener con que enviarle el dinero a mi pobre madre viuda, responsable de mis
hermanitos menores bordeando el precipicio al filo de la indigencia”, un
equívoco post adolescente que se debatía entre las dudas de la identidad
sexual, “a ver si tu me ayudas, pues no alcanzo a pagar las citas del
siquiatra” y mil patrañas más, a cuál
más lastimera y lacrimógena, todas disparando la sensiblería y debilidad de
mujeres mayores, dejadas a un lado por la belleza y el amor.
Él les retribuía con una
dialéctica que las desarmaba, con unas palabras que les empalagaban de halagos
su corazón ávido de sensaciones, con unos golpes maestros de piel apenas
conteniendo el repudio y haciendo de tripas corazón para arrancar de ellas unos
suspiros que derivaban en alaridos de puro placer como nunca antes hombre
alguno de los que se atravesaron por sus vidas, si es que los hubo, lo había
logrado.
Él se asombraba de sus propios
logros, se reía con desfachatez de su falta de sentimientos y su malevolencia
al burlarse de las expectativas de su harén de cocodrilos esperpénticos; le
parecía imposible tanta ingenuidad en mujeres que no necesariamente eran
brutas. Al colmar sus expectativas,
todas querían protegerlo maternalmente, todas cerraban la compuerta de la
razón, todas se prodigaban sin sensatez a entregarle sin ningún tipo de
contención cualquier cosa que él les
pidiera.
Así se inventó un negocio para
montar con la enfermera que no dudó en hacer un préstamo a su nombre, pues él
carecía de referencias comerciales o trabajo fijo. Un giro a la pobre madre anciana parar poder
pagar la prótesis de la cadera que salió de la chequera de la ballena del
gimnasio, unos sobregiros bancarios y avances de la tarjeta de crédito del
almacén que administraba el cachalote mostachón, un empeño de las joyas de la
cajera cojita del supermercado con la promesa de que en
“quince días te pago mi patojita”, y así, en cosa de cuatro meses defraudó a más de
diez ilusas que quedaron con los crespos hechos, el corazón partido, las
expectativas destrozadas y el orgullo hecho añicos. Por descubrirse a sí mismas
tan imbéciles, después de evidenciar que habían sido víctimas de un vulgar
explotador que había jugado con sus debilidades y necesidades, no se atrevían a
denunciarlo ni a contarle a nadie.
- Eso me merezco por puta y por sinvergüenza; a mi edad y termino de
asalta-cunas, mi Dios no castiga ni con palo ni con rejo - mordía más de una
cuando deshechas de la humillación y el dolor, pensaban en la travesura del
pajarraco que por esa época ya había
emprendido el vuelo. Les parecía
mentira, imposible, pero ahí estaban, heridas, arruinadas.
Al mismo tiempo, por los días de
la huida, no perdió la oportunidad de meter un chequecito malo aquí, unas
facturitas post-fechadas pero falsas allí, unas compras en un almacén de ropa de esos que fían con la cédula, unos
tarros de pigmentos supuestamente importados que resultaron cal mezclada
puestos en el negocio de un conocido de toda la vida, unos galones de una
pintura que se borraban y diluían al primer aguacero y que no dudó en venderle
al padre Gildardo para pintar la casa cural, la cual quedó convertida en un
adefesio de colores aguados y desparramados. Hasta terminó profanando tumbas
cuando fue contratado por un notario y unos abogados de una aseguradora para
cambiar de su sitio el cadáver de un señor al que ordenaron
exhumar de su sepultura en el cementerio para hacerle exámenes de ADN, buscando
demostrar la paternidad sobre una dama que había demandado y exigía su natural
derecho en una sucesión a una parte jugosa de la herencia y al pago de la compensación por la
enorme cuantía de la póliza y en su lugar cambiarlo por el de un fulano cualquiera. Así, cuando llegara el día oficial de la prueba
científica, ésta se le realizaría a otro
cuerpo distinto, se negaría la familiaridad de la mujer, así lograban
dejarla en la calle sin un peso y con
fama de oportunista y expósita.
La última semana antes de partir,
cotizó y pidió a domicilio una cantidad de materiales, cemento, adobes,
varillas, para llevar a determinada parte, con el compromiso de pagar al
entregar. Acompañaba al conductor de la volqueta o el camión, según fuera el
caso, ordenaba descargar el menaje y segundos antes de entregar el dinero para
cubrir la factura, se escabullía como por arte de magia, aprovechando la
concentración del personal encargado de bajar del carro semejante pedido.
Lo que no se sabía es que
previamente lo había vendido y cobrado
por anticipado o mientras descargaban,
con un gran descuento, al propietario de la obra a donde llegaban con la
encomienda, quien genuinamente ignoraba toda la jugada, dejándolo encartado con
el chofer quien machete en mano trataba de cobrar la cuenta; mientras tanto, el dueño del depósito llegaba
como un energúmeno a recuperar sus mercancías para montarlas al carro
renegando, maldiciendo y acusando al pobre incauto de reducidor y alcahuete,
quedando sin opción de defensa, sin factura para reclamar, sin dinero, con la
fama de caco y a un pie de la prisión. Al otro lado extremo de la ciudad, el
plumífero de Julián Gustavo se relamía el
bozo y le daba una nueva vuelta a la tuerca. Este negocio lo hizo en varias ferreterías,
depósitos y en un almacén de hilos para confección.
Siempre escudado en su atractivo
personal, en su don de gentes enmarcado en una sonrisa perfecta, logró dejar el
rastro frío cuando llegó la hora de irse al otro lado del océano y empezar una
nueva vida, con ropa nueva, bien aperado de joyas y una buena cantidad de
dinero en los bolsillos sin alcanzar a entender cuánto dolor y cuántas lágrimas había generado sin hacer un
solo disparo.
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Los estudiantes que han analizado el libro, han consignado en diferentes páginas la opinión que se han formado. En estos enlaces se pueden leer diversos comentarios:
Para leer más sobre pillaje urbano, les propongo este artículo sobre los "escaperos":
http://emiliorestrepo.blogspot.com/search/label/escaperos
Si quieren leer más sobres mis libros, pueden entrar a:
http://emiliorestrepo.blogspot.com/p/libros-de-emilio-alberto-restrepo.html
Nuestro buen amigo Orlando Ramírez Casas hizo una generosa reseña en su página:
http://postigodeorcasas.blogspot.com/2014/01/ginecodetective-de-misterio.html
http://emiliorestrepo.blogspot.com/search/label/escaperos
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Nuestro buen amigo Orlando Ramírez Casas hizo una generosa reseña en su página:
http://postigodeorcasas.blogspot.com/2014/01/ginecodetective-de-misterio.html
sábado, 18 de enero de 2014
10 Ginecodetective de misterio
Si a mí me dicen que una señora caleña se fue de visita a un zoológico de California y al acercarse a la jaula de los leones un león se dejó venir a abrazarla y a darle lametazos, esa no me la creo ni por el chiras. No me la creo, porque ese es un cuento increíble que no tiene credibilidad… pero ¡fue cierto! Vi el video con mis propios ojos:
Cuando un circo pobre se quebró en Cali en una correría por Colombia, y no sabían qué hacer con los animales, ella se hizo cargo de un cachorro de león y lo crió bajo sus cuidados hasta que estuvo demasiado grande como para tenerlo de mascota en casa, por lo que el zoológico de California aceptó hacerse cargo del animalote e integrarlo a su plantilla de fieras enjauladas. Tan pronto el león vio a su nodriza por entre los barrotes, la abrazó y la atosigó a lametazos de agradecimiento.
Una historia puede ser verdad, pero contada de manera no creíble; o puede ser ficción, contada de manera creíble. La base de la literatura es la credibilidad, ya se trate de ciencia ficción, de novela rosa, o de cuentos de misterio. Por imposible que a uno le parezca que un niño procedente de un planeta de alguna lejana galaxia llamada Krypton aterrice en el planeta Tierra y se convierta en un Clark Kent dotado de superpoderes, la cosa se puede contar literariamente si se cuenta de manera creíble.
Para escribir su libro “El contrasueño -historias de la vida desechable”, acerca de los que duermen en las aceras del barrio Guayaquil cobijados con periódicos, comen sobrados, y se drogan aspirando pegantes químicos; el periodista Carlos Sánchez Ocampo se fue a Guayaquil ¡a convivir con indigentes! No me consta que hubiera hecho todas estas cosas, pero que durmió con ellos, durmió; y que comió de los sancochos de leña que ellos hacían a la orilla del río en viejas latas de pintura, comió; y por eso su libro tiene credibilidad. Nada de lo que cuenta en él es inventado. Todo es vivido.
A Modesto Piraquirá le enseñó su tía a leer las cartas y la ceniza del tabaco, y empezó como adivinador de éxito en el vecindario, pero resolvió irse a otra ciudad a montar la oficina del Profesor Mandukan que se convirtió en su profesión y le dio prestigio como numerólogo de juegos de azar. “¿Y eso de Mandukan por qué, hombre Modesto?”. Imperturbable, como siempre, contestó: “Porque un Modesto adivinando la suerte no tiene credibilidad, pero un profesor Mandukan sí”. Sabia respuesta que revela un profundo conocimiento de la sicología humana y de los adivinocreyentes.
Ese profundo conocimiento del tema escogido es indispensable, ya se trate de don Mario Escobar Velásquez escribiendo sus Historias de Animales y metido en el pensamiento de una marimonda, de Julio Verne escribiendo sus viajes a la luna como si fuera un astronauta de los que viajaron años después, o un ginecólogo paisa al que le ha dado por escribir en sus ratos libres novela negra y emular a Ágatha Christie, a Georges Simenon, y a Arthur Conan Doyle; no desmereciendo frente a ellos en la descripción de sus personajes porque sus personajes tienen credibilidad, ese ingrediente sine qua non de la literatura.
Decía don Mario Escobar Velásquez, nuestro profesor en los talleres de escritura literaria, que en literatura no se dice de un hombre que es valiente sino que se le muestra ejecutando actos de valentía. Así es que no voy a decir que el ginecólogo Dr. Emilio Alberto Restrepo Baena es un buen escritor de novelas sino que voy a compartir con ustedes este fragmento que él ha montado en su blog, capítulo titulado “Técnicas de malevaje”, que hace parte de su libro “La milonga del bandido” del género denominado novela negra en la que los paisas lo tenemos a él como digno representante. Me descresta el conocimiento de esas técnicas por parte de un ginecólogo más familiarizado con otros campos del conocimiento humano que con los trucos de atracadores y estafadores callejeros, pero se las ingenió para pensar como piensan esos sujetos y me intriga, Dr. Restrepo, imaginar cómo diablos lo hizo. ¿Se metió a convivir con maleantes en algún período de vacaciones?¡Hummm, intelesante, muuuyyy intelesaaaanteee!, como diría el investigador chino de radionovela Chang Li Po.
“La milonga del bandido”, novela, Emilio Restrepo Baena. Capítulo “Técnicas de malevaje”
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