Emilio Alberto Restrepo Baena
En tertulia con unos colegas, llegamos a la conclusión que con el paso del tiempo se pierden muchas de las amistades que se venían alimentando a través de los años. ¿Las causas? Tratamos de dilucidar varias: Siendo desleal, traidor, conchudo, chismoso u oportunista; o siendo francote y haciendo uso de una sinceridad poco políticamente correcta, decir cosas desabrochadas que siendo ciertas, tocan los egos.
O sin hacer nada, no ser de los afectos de la mujer del amigo (Por ejemplo cuando se le mete en la cabezota que uno le acolita un romance, o que se volvió borracho o rumbero por mala influencia de uno. O porque no gusta de la esposa de uno por cualquier razón válida o no, vaya usted a tratar de entender a las mujeres, sus competencias, su lógica)
O habiendo partido de un origen común, tener más éxito, dinero, fama o reconocimiento que el compañero y descubrir que no es capaz de alegrarse por uno y contener la envidia, madre de muchas rupturas.
O simple cambio de intereses comunes (Por ejemplo clases de equitación los fines de semana en Oriente, compra de un terreno y su respectivo mantenimiento), aficiones distintas, cambio de barrio o ciudad, exceso de trabajo, algún postgrado, fatiga crónica, enfermedades propias o de familiares, y muchas otras causas más.
Pero hubo una en la cual hubo consenso, por lo recurrente y por lo injusta: Cuando de buena voluntad y siendo solidario, uno le sirve de fiador a un amigo y éste no paga, la deuda recae sobre uno. Se daña la amistad y se pierde el dinero. Y siempre el malo de la película termina siendo uno: el mal amigo, el inconsecuente, el avaro, el poco solidario, el H.P.
Anteriormente, la palabra valía y los compromisos pactados se respetaban hasta las últimas consecuencias. Servirle de fiador a un amigo en problemas, era un honor que honraba la amistad, sellaba un pacto cómplice que creaba vínculos indisolubles, hermanaba por su alto contenido simbólico y práctico. Si había dificultades, en un diálogo sincero, sin pretensión de ocultar oscuros intereses, la gente daba la cara, explicaba el origen de sus atrasos y de alguna manera las cosas se solucionaban. De cualquier forma el compromiso se cumplía, renunciando incluso a bienes apreciados dentro de la familia. Pero quedarle mal a un amigo, nunca, era impensable.
Las cosas han cambiado. En el afán consumista y ostentatorio, la gente se embarca en créditos que no puede asumir, que sabe o intuye que a la larga no va a poder cubrir. Y a sabiendas de eso, engrampa al amigo en un proyecto que sabe que tiene alto riesgo de terminar en fracaso.
Al llegar al momento de la mora, ni forma de pensar en devolver el auto último modelo o el equipote de sonido supermoderno o el apartamento dos estratos por encima de las posibilidades: llamen al codeudor, para qué da papaya, a mí me enseñaron que a papaya servida, papaya comida, ese tipo tiene mucha plata. Y vaya usted que le pase al teléfono, que de la cara, que se comprometa a un plan de pagos.
Y lo más triste, que despotrique de uno con los amigos, que mostró el cobre, que se le vio la miseria por encima, que no estuvo a la altura de las circunstancias, que no supo ser solidario con un amigo caído en desgracia. Y el extremo: Póngala como quiera, arreglemos como sea, por las buenas o por las malas, pero no me vuelva a llamar.
Queda uno por el suelo, todos lo miran con aire de reproche, con la fama y sin el género, sin el amigo y le toca asumir la deuda. Cuando no reportado a las centrales de crédito o en problemas legales con embargos incluidos.
Y ese es el mensaje que se le da a los hijos: Lo importante es el consumo, las marcas, acumular cosas, que se vea el progreso. No importa que un amigo quede tirado en el camino, que la camaradería sea de años, que los hijos ya no puedan jugar o pasear o reunirse porque la mezquindad de sus padres haya dado al traste con conceptos que hoy no parecen tener valor como la amistad.
Y es repetitivo. Se da con mucha frecuencia. No importa el estrato. No hay experiencia que valga. Nadie experimenta por cabeza ajena. No importa las advertencias que desde pequeño le inculquen, en algún momento le toca el turno a uno. Las tiendas de barrio eran muy sabias en esto: “Hoy no fío, mañana sí” “El que fía no está hoy, salió a cobrar desde ayer, venga mañana”, decían los letreros para advertir que sólo vendían de contado, que la gente es mala paga, que para pedir crédito son unos corderitos, pero para pagar son unas fieras.
Y sabiendo todo eso, le pasa varias veces lo mismo, con personas libres de toda sospecha, de una solvencia personal y moral aparentemente intachable. Pero cuando se presenta el conflicto, la cosa revienta por el lado más débil: el pelotudo siempre es uno, pague sin discutir, cuando firmó como fiador (Hoy la palabra técnica es codeudor, mucho más explicita y comprometedora, lo pone a uno de igual a igual con el dueño de la obligación) usted sabía que potencialmente tendría que responder. Y así es, pague por pendejo, no me ponga esos ojitos de ternero huérfano y degollado, usted tiene mucha plata, cual amistad ni que cuentos, bisnes ar bisnes, pague de una vez y no se queje tanto y ruéguele a mi Dios que algún día usted no esté en la perdedora, maldito muerto de hambre, calambre, agonía, cagalástimas, malamigo.
Y la vida sigue. El ritmo de vértigo es imparable. Personas vienen y se van. Tallones en el espíritu, recuerdos, nostalgias, inocencia perdida, confianza duramente golpeada. Y en los otros, la conciencia imperturbable, el sueño plácido, cero reproches, en el mundo estamos. Y cada mes ir a conciliar con los abogados de la entidad financiera, pagos de platas que uno no se gastó. O sí, se la gastó en amistad, en confianza, en consideración y aprecio. Lo que pasa es que el costo es alto. Cero y van cuatro. Tranquilo que no es la última vez, no digas que no te lo dije, para la güevonada no han inventado nada, todavía te falta mucho por aprender, muchas piedras en las cuales tropezar.
Y entonces toca resignarse, recordar que la decencia no la venden en los supermercados, que la honorabilidad se tiene o no se tiene y que a veces una supuesta amistad tiene un alto precio. Y hay que pagar por ello con billete y con tiritas de corazón.
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