En este número aparece mi cuento CACA DE PERRO. Aquí lo comparto
Aquí, para descargar en archivo PDF:
Aquí para leer online en ISSUU: https://issuu.com/ficcionlarevista/docs/4-ficcio_n-la-revista-no7?fbclid=IwAR2UVMNEtaJl_RiUUmU_bEBJ-fi5Lgl7rTHt4DXGEIfq7ILb3sr8kWULbQA
También fue reproducido en el portal Las2orillas: https://www.las2orillas.co/caca-de-perro/
Lo pueden escuchar leído por el autor en este podcast, que ocupó el 2do puesto en el concurso MEMORIAS DE LOS DIAS RAROS, historias del confinamiento que convocó Red de Casas de Cultura de Medellín. Casa de Cultura Santa Elena
https://soundcloud.com/emilio-alberto-restrepo/caca-de-perro-cuento-podcast
Y tambien leído para el canal Teledonmatías:
https://soundcloud.com/emilio-alberto-restrepo/caca-de-perro-cuento-podcast
Y tambien leído para el canal Teledonmatías:
CACA DE PERRO
Siempre he sido un solitario, ni
siquiera por falta de oportunidades, ni por feo, ni por deforme, ni por tímido,
sino por estructura vital, por carácter, por convicción. No me gusta la gente.
No me la soporto. Lo que pasa es que antes no se me notaba, porque en el
trabajo yo tenía que interactuar con los clientes, presentarles las diversas
opciones, evaluar sus necesidades, discutir con ellos los detalles y como se
trataba de vender un producto, parecer amigable era importante, para cerrar el
trato con una sonrisa que pareciera natural, escuchar con paciencia sus
requerimientos para tratar de que la entrega final fuera buena y a entera
satisfacción. Porque, ante todo, soy un profesional.
Mi rutina era la misma de miles
de ciudadanos como yo. Ocho horas que a veces se iban a doce o a catorce en una
oficina en donde nos ubicábamos entre cuatro y diez personas, de acuerdo a los
convenios que hubiera establecido la empresa. Nuestro trabajo era la
publicidad, el diseño gráfico, el marketing. Yo soy dibujante y delineante y, por ser el de más experiencia,
el encargado de dar el revisado final al pedido acordado. No me gustaba, pero
me tocaba afinar personalmente los detalles para que el contratante supiera que
su dinero había sido bien invertido y quedara contento.
Y así lo hice durante muchos
años, hasta que llegó la pandemia y nos cambió las condiciones, la forma de
trabajar, la manera de vivir y relacionarnos y todo se tuvo que hacer de manera
distinta. Era algo obligatorio y, en justicia, necesario e innegociable. Lo
primero, fue que los pedidos bajaron, muchas empresas antes solventes entraron
en crisis, la economía cayó en una recesión y en ese momento de encierro
masivo, a casi nadie le interesaba la publicidad ni tenía presupuesto ni
interés en contratarla.
Entonces, el poco trabajo que
caía, se hacía en línea y desde la casa de cada uno con concertaciones y mesas
de trabajo virtual por teleconferencia. Y empecé a tener mucho más tiempo libre
del habitual, me ahorraba el desplazamiento diario de ida y vuelta a la
oficina, que me ocupaba al menos tres horas al día, más el tiempo necesario
para organizar mi salida del apartamento.
Ya confinado en mi espacio,
decidí que además de cumplir con los encargos de mi trabajo, iba a hacer algo
de ejercicio, entonces decidí caminar dentro de mi unidad, en un circuito
circular por el sendero. Era lo único, pues el sauna, el turco, la piscina y el
gimnasio habían cerrado por la contingencia. Para no conversar con nadie ni
tener que saludar a esa gente babosa, rechoncha, maloliente y maleducada que se
obstinaba en preguntarme por cosas de mi vida, subía y bajaba por las escalas
hasta el piso 15, que era en donde vivía. Y así lograba sacarle el cuerpo a las
personas. No me interesaba para nada socializar. Aprovechaba también para
reforzar mi entrenamiento y no tener el riesgo de contaminarme con ese virus
apestoso que le licuaba los pulmones al que infectara. No tenía mucho miedo por
ello, pues nunca había fumado, mi aseo era continuo e impecable, me alimentaba
de manera orgánica y muy sana y a mis cincuenta años estaba en perfectas
condiciones físicas. Además usaba guantes,
tapabocas y gorro aislante para mi pelo, no fuera que el microbio se me
pegara, ya que había muchas personas que tosían por todas partes e impregnaban
el ambiente de bichos e inmundicias.
Todo iba bien, adaptado a la
nueva dinámica de cosas, conforme de cómo se iba presentando el día a día,
hasta que pisé sin darme cuenta la caca de perro. Fue horrible y asqueroso
llegar a mi sala de manera desprevenida y tranquila, cuando el mal olor y el
rastrillón en mi alfombra me demostraron que mientras trotaba, en la oscuridad
del sendero, algún sarnoso había depositado su repugnante mojón de mierda y yo
lo había pisado. La suela del tenis me lo confirmó, y en ese momento creí que
se me reventaba el cerebro de la rabia que me poseía y que el corazón se me
quería salir del pecho del coraje que me alcanzó a invadir. Ni siquiera era
culpa del asqueroso animal, él tenía que hacer lo suyo, el problema era de su
dueño, que con seguridad era un verdadero cretino que no se había molestado en
recogerlo. Tratando de calmarme, procedí a limpiar la alfombra y conteniendo la
repugnancia, a lavar el calzado. ¡Casi no despercudo esa cochambre! Estuve
tentado a cortar el pedazo de tapete, a embolsarlo junto con mis zapatillas
deportivas y botar todo a la basura, pero les tenía gran cariño, eran unos
zapatos muy cómodos, especiales para el jogging, muy anatómicos y se me
adaptaban de manera perfecta. Los había medido milímetro a milímetro con mi
plantilla personal y no eran fáciles de conseguir ni siquiera en tiendas
especializadas. Luego de eso les eché jabón, aromatizante, alcohol, los lustré
con pañitos húmedos, los dejé ahumando en sahumerio, hasta que pude ver que
estaban sin rastros del accidente.
La situación era insoportable, no
me podía quedar tranquilo sabiendo que cada noche podría pasarme lo mismo,
entonces decidí bajar a hacer una evaluación del problema. Me puse unas
babuchas casi desechables cubiertas con polainas, agarré la linterna y bajé al
primer piso, revisando las áreas comunes centímetro a centímetro. Lo que
sospechaba: otras cuatro cacas de perro. Nunca había tenido conciencia del
asunto, pues no permanecía en mi unidad por lo del trabajo y era la primera vez
que me tocaba enclaustrarme, pero entendía que había que hacer algo. En ese
momento vi que una niña venía con su mascota, hizo su deposición y ella
procedió a recoger el material en una bolsita que tiró al pote de desechos. Muy
juiciosa, lo hacía de manera natural y fluida. Estuve un rato parado junto al
parquecito oculto por la penumbra, y vi que otros dueños hicieron lo mismo.
Casi todos hacían lo correcto. Hasta que llegó un señor barrigón, con dos
enormes perros que deambulaban de manera libre y juguetona por todo el espacio.
El tipejo cotorreaba por celular y al parecer estaba hablando de algo que no
podía hacer en su casa, pues decía “que su esposa estaba pendiente, que
había que esperar, que no era su problema que le tuviera que tocar quedarse
sola el fin de semana por casi un mes sin poder salir, que dejara de ser inconsciente,
que él le había dado mucho gusto, que no tenía por qué hacerle reclamos,” y
mientras tanto, los animales dejaban su reguero de excrementos por varias
partes. Al colgar de manera brusca la llamada casi a los gritos, llamó con un silbido a
los perros, quienes le obedecieron de una.
Empezó a dirigirse al ascensor y no hizo ningún intento de recoger la
porquería. En ese punto salí de mi refugio y le dije sin alzar mi voz que por
favor sacara una bolsa para limpiar el sitio. El tipo se dio vuelta, me miró
con desprecio, escupió en el suelo, me dijo que me ocupara de mis asuntos, que
dejara de ser sapo, que no fuera metiche y que si me interesaba tanto la
limpieza, que los recogiera yo. Y que cuidara mis modales y tuviera cuidado,
¿que acaso no sabía quién era él?
Quedé absorto, anonadado ante
tamaña desfachatez, a la puerta del ascensor de la torre 2 que cerró en mis
narices. Vi que se bajó en el piso 21. Me dirigí luego a mi torre, no salía de
mi asombro, pero sentí que mi pasmo inicial estaba mutando en furor. Me
encontré con uno de los ronderos y fingiendo una tranquilidad que no tenía, le
pregunté que quién era el señor de esas características, el de la barrigota y
los dos perros. Me dijo que era el doctor tales, un magistrado del Tribunal Superior,
una persona muy importante y muy influyente en la junta de administración de la
unidad. Salía mucho por televisión y por la prensa, anotó.
Desde ese día, cambié la
distribución del tiempo de mi encierro forzoso. Decidí pasar sentado en una
banca haciéndome el pelotudo entre 7 y 11 de la noche, que era el lapso en que
solían sacar a la mayoría de las mascotas a pasear, aprovechando los 20 minutos
de gracia que daba el decreto oficial. Me aprendí el horario y el
comportamiento de todos. Volví ver al gordo despreciable, ya hablando en
términos cariñosos con su mozuela, siempre sin recoger lo que le correspondía.
Salía muy tarde, al parecer para que nadie lo pillara ni lo cuestionara. O
sería que su enorme panza no lo dejaba ni siquiera agachar. Y detecté además otros
dos que tenían la misma costumbre, repulsiva e irresponsable. No les importaba,
estaban más pendientes de tomarse docenas de selfies estirando la trompa, como
hacía la muchacha del 12 o mirarse en el vidrio del gimnasio en todas las poses,
como hacía el narciso del 17.
Traté de hablar con el
administrador, llamándolo de manera anónima, pero me dijo que en la unidad eso
no ocurría gracias a su gestión, que la asepsia y la limpieza eran totales, un
ejemplo para mostrar en la ciudad. Le escribí desde un correo apócrifo y un
nombre falso al presidente de la junta poniéndolo al tanto de la situación, y
me respondió de manera descalificadora, diciéndome que el mundo se estaba
muriendo de una pandemia, que el país entero se derrumbaba en una crisis
económica, que la sociedad estaba atemorizaba y encerrada a la fuerza para que
yo me preocupara por una simple caca de perro, que era el colmo, que cogiera
oficio, que me ubicara. ¡Plop, quedé en shock!
Entonces puse manos a la obra. En
mi cuarto útil tenía un veneno que había comprado para controlar una epidemia
de ratas en la finca de mi madre cuando estaba viva. Vi en la etiqueta que
estaba vencido, pero no me importó. Con doble guante y una jeringa le inyecté a
unos trozos de carne que partí en pedazos chiquitos. Uno a la vez, pequeñas cantidades,
finamente cortadas. Dosificadas, no fuera que se me juntaran varios perros
muertos en un solo envión. No era culpa de los animales, es cierto que me
conmovía un poco por ellos, pero me dolía más su encierro en apartamentos
atiborrados de cosas, en poder de dueños idiotas y sin conciencia. En el fondo
era una salida humanitaria a una existencia sin valor, de animalitos enjaulados
y prisioneros que iban a descansar de una vida que no tenía sentido ni era para
nada halagüeña. A la larga me lo iban a agradecer, sé que estaba haciendo lo
correcto. Hice lo posible para no escoger al perro equivocado, me acoplé a los
horarios de sus dueños y como era evidente que estaban tan ocupados llamando, o
tomándose fotos o mirándose al espejo, era muy fácil, pues no estaban
pendientes de cuando yo hacía la forma de darle la ración a cada uno, en
silencio, desde mi rincón en la sombra, con una semana de diferencia cada
intervención. Nadie relacionó los eventos, me imagino que cada cual manejó su
duelo de manera individual, no se generó alarma colectiva y al parecer nadie
pensó que las muertes en serie pudieran tener que ver con una única motivación.
La mía.
Al gordo arrogante le di un
tratamiento un poco diferente. Por su trabajo de magistrado, tenía
salvoconducto para salir varias veces a la semana, pero desde los jueves se
encerraba en su apartamento. Aprovechando un lunes festivo, mandé comprar a
domicilio varios kilos de una carne barata y gorda, llamada tres telas y basado
en un tutorial de youtube para abrir carros con una bomba de sanitario, se los
metí a la maleta de su camioneta. En su punto de estacionamiento no hay
perspectiva para las cámaras y todo se me facilitó. Como sabía que no la abría
hasta el martes para ir a cumplir su función en el tribunal, le dejé esa
podredumbre haciendo ebullición entre jugos y gusanos, para ver si la putrefacción
que le iba a obligar a la pérdida total de su carro le ablandaba un poquito el espíritu
y le abría el corazón, si no a la bondad, por lo menos a la cortesía y al
respeto. Pude ver que después de tamaña sorpresita, una grúa lo tuvo que sacar
de la unidad. Hasta la fiscalía llegó, pensaron que era un muerto embolsado.
Han pasado algunas semanas y nadie parece saber nada del asunto en el conjunto
residencial. Ni los guardianes, tan lengüisueltos e indiscretos ellos, tocan en
tema.
A ese mismo gordo infame, me lo
he encontrado varias veces en el patio, no parece reconocerme y saca su otro
perro en silencio, con traílla y ya no habla por celular. Es más, me ha
saludado con un gruñido impersonal y genérico y un movimiento de cabeza. Me ha
parecido un poco tristón, anda más lento y cabizbajo, algo inusual en él, me da
la impresión que es más por su amante ya distante y enojada que por su perro,
pero hablando con voz más baja y menos presuntuosa. Se ve que lo corroe una especie
de pesadumbre. Creo que quedamos en ese punto, no veo necesario tomar otras
medidas más drásticas con él. Está tranquilo, ojalá le dure, por su bien.
La cuarentena se prolongó por un
total de 2 meses. Inicialmente, estaba programada para 20 días. Me llama la
atención que no he vuelto a ver caca de perro tirada en el piso en la unidad.
La gente está como muy juiciosa, cada uno en sus asuntos. Yo continué dando mis
caminadas nocturnas sin novedad. También seguí en mis labores de teletrabajo en
medio del encierro forzado, porque, ante todo, soy un profesional.
NOTA: si lo quieren ver y escuchar leído por el autor para TELEDONMATÍAS:
ÑAPA: Más cuentos leídos por el autor:
La serie CONSEJOS A UN JOVEN COLEGA, de Teledonmatías:
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