Wednesday, January 15, 2014

TECNICAS DE MALEVAJE

TECNICAS DE MALEVAJE
Apartes de la novela "LA MILONGA DEL BANDIDO"



Analizando mi novela “LA MILONGA DEL BANDIDO” con estudiantes de archivística de la Universidad de Antioquia, les llamó la atención que en ella se consignaban muchos “trucos” de la forma de operar con que el protagonista, José Eduardo, se dedicaba al malevaje con su banda “La Inter”. Me lanzaron el reto de publicar en el blog el capítulo en el que se detallaba el modus operandi de esta caterva de pillos sueltos haciendo de las suyas en Europa. Me pareció simpática la propuesta y aquí lo reproduzco. Traten de no aprender demasiadas cosas.

Coda: Esta novela fue finalista en el concurso BAN: NOVELAS DE PELÍCULA, convocado por MORENA FILMS y BUENOS AIRES NEGRA en 2014.




He ahí la lista: 






El profundo sur (Andrés Rivera)
La Pasajera (Perla Suez)
Ciudad Santa (Guillermo Orsi)******ganadora
Erebo (Mariano Gallego)
Robos y Hurtos (José Montero)
La Cabellera de Berenice (Lorenzo Lunar)
Las reglas de Burroughs (Sebastián Chilano)
Sonrisa de Gato (Jorge Moch)
El secreto del ascensor (Ferguson Vail)
La Milonga del Bandido (Emilio Restrepo)

BAN!
Buenos Aires Negra
Festival Internacional de Novela Policial
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Durante varios años estuvo muy ligado en la ciudad a estructuras criminales que ejercían labores de sicariato y cobro de cuentas,  pero rápidamente renegó de sus métodos ya que entendió que lo suyo no era la confrontación directa ni el asesinato  a pesar de que no tenía limitaciones para hacerlo ni escrúpulos involucrados en ello. Simplemente no lo llenaban; prefería la inteligencia, el seguimiento, la imaginación, la fuerza de la palabra. 

Al promediar los 18 años, fue a dar con sus huesos  a  España aprovechando una apertura para extranjeros, preferiblemente latinos que hicieran todo tipo de trabajos. Partió para allá legal, con papeles en regla y visa de trabajo.  Una vez llegado, se contactó con un grupo de colombianos que tenían un negocio de comida muy concurrido y entre cocinar y lavar platos pronto redescubrió una vez más que eso no era lo suyo. 

Allí en el restaurante “La cueva de Tabaco”, sitio de reunión de latinos que se conocía coloquialmente como “La olla ”, en todas sus connotaciones, fue que rápidamente se conectó con una gran pandilla que exportó con alta eficiencia las malas mañas de los amigos de lo ajeno y las expandieron por toda Europa. 

La fachada era la cocina, pero en realidad encubría una red de pillaje conocida como “La Inter”, la cual tenía múltiples frentes de acción. 

Los primeros trabajos los realizaron con joyeros provenientes de muchos sitios, chinos, japoneses, hindúes, judíos, gringos, incluso españoles de Córdoba, casi nada maliciosos en esas épocas, poco sensibilizados en el proceso de su seguridad personal y muy amigos de cargar mercancía  y efectivo en grandes cantidades, sin escoltas y sin mayores precauciones.  El plan era seguir durante varios días y noches al “bambero” como lo denominaban, predecir sus horarios y rutinas, independiente del frío y del calor, de la inmovilidad desesperante por ratos.

Estos personajes eran  arquetípicos y predecibles: elegantemente vestidos de traje de sastre, con guantes y maletín de cuero; al momento de acercarse al vehículo, siempre el mismo, sin custodia, usualmente colocaban el maletín entre los dos asientos delanteros.

La rutina era siempre la misma: segundos antes de abordar el carro, uno de los muchachos chuza en varias partes una de las llantas traseras  sin ser visto por nadie.  A las pocas cuadras el conductor se detiene, casi siempre más preocupado de no ser multado por ocasionar una detención del tráfico; estaciona el vehículo al costado de la vía menos concurrida y cuando tiene que dedicarse a cambiar la llanta accionando el gato, en cuestión de segundos se aparece una moto que en un abrir y cerrar de ojos se apodera del maletín y huye a toda velocidad sin ser perseguido.

Casi nunca había que recurrir a la intimidación de usar un arma, pero si era necesario se hacía. Como muchas de las joyas de estos negociantes no eran declaradas, ni estaban aseguradas, ni pagaban impuestos, casi nunca hubo denuncias.  Siempre lograron dar muy buenos golpes antes de que los joyeros se pusieran sobre aviso y contrataran escoltas.

De todas maneras los negocios siempre rotaban y en ocasiones la estrategia  era atracar a los dueños de los supermercados, restaurantes, lavanderías o tabernas que consignaban  cada diez o quince días el dinero de las ganancias, luego de infiltrar un miembro del grupo en la cocina o en el aseo;  una vez adentro, era quien avisaba o “campaneaba” el momento exacto de la salida con la plata, el color de la chaqueta y las características del maletín.

A José  Eduardo y compañía le encantaba la ingenuidad de los europeos, pues siempre era fácil robarse la caja de un hospital, de una escuela, de un mercado de carretera sin recurrir a la violencia y sin tener que matar a nadie.  Nunca los denunciaban o reconocían,  pensaban ellos, pues un sudaca es igual a otro y con un cambio de chaqueta, una peluca y un mostachón falso era sencillo pasar desapercibido, volverse masa, escabullirse entre la gente. Eludiendo circuitos cerrados de vigilancia y viajando de una capital a otra o a un país vecino por tren, siempre era posible enfriar el rastro.

Alimentando la angurria de muchos reducidores, descubrieron que la especulación era un buen negocio.  Por ejemplo, en un operativo despojaron de una valiosísima   colección de monedas y billetes antiguos a un deteriorado “signore” italiano,  mafioso de rango medio ya retirado de los ardides y del oficio.  A él llegaron a través de su última esposa,  una mejicana trepadora y oportunista, bruta como una mula, ya cuarentona, pero que no cejaba en su pasión carnal por los mozuelos.  La misión de cortejarla le fue encomendada  a “TavoCalambre”, quien no ahorró esfuerzos para guindársele a su regazo de hembra urgida en sus noches de búsqueda por tabernas y discotecas de la ciudad. Afinando el romance, en un descuido de la casquivana que se refocilaba con él en su propia casa a espaldas del cornudo reducido por la apoplejía, se alzaron con el botín.

Casi sin dolientes y ya sin poder de retaliación, el golpe quedó impune, pues la ardiente mesalina no hizo escándalo por miedo, y el senecto ni se enteró. Pero los coleccionistas de la ciudad se  hacían agua la boca cuando se regó la voz del robo de la codiciada presa.

Por su lado, entre la puja y el regateo, vendieron seis colecciones por aparte haciéndolas pasar cada una como la original, mezclando joyas con baratijas, clásicos con bisutería, reliquias con chatarra.  Gozaban de lo lindo haciendo estas mixturas para cebar a incautos, los cuales creían estar haciendo el mejor negocio de sus vidas.

Cuando alguien reviró, se le dijo que no cabía engaño, que eso era lo que había, que en la avaricia del arcaico siciliano no había hecho más que recoger basura, que él sabía lo que estaba comprando, y que para evitar complicaciones era mejor no escarbar más en el asunto pues los hijos y sobrinos del lisiado se podrían dar cuenta y no quedaría más que un tendal de muertos, que analizara bien si valía la pena.  Las cosas quedaron de ese tamaño.

Cosa parecida ocurrió cuando a un joyero le birlaron unos relojes Rolex y unas plumas estilográficas de marca, por encargo de más de diez negociantes de ciudades pequeñas.

Previo al atraco, contaron  con la complicidad de un dependiente de la joyería quien tomó varias fotos de la mercancía expuesta en un mantel aterciopelado; dado el sólido prestigio de la víctima en el mercado, les fue ofrecida con anticipación a los envidiosos mercachifles de provincia.

   -¿Cuánto ofrece por esta maravilla, compadre?-decía cada uno por su lado,  José Eduardo, Caliche, TabacoRestrepo, TavoCalambre, cuando veían el brillo de la codicia en los ojos de las reses que iban directo para el matadero, emocionados al ver las imágenes de las colecciones tan celosamente custodiadas y tan ansiadas por ellos.

   - Si nos ponemos de acuerdo, le traigo completico el conjunto, que aún no sale ni en catálogo-reforzaban mientras mostraban la foto que no dejaba dudas de la valía de las alhajas

   - Tienen número de serie exclusivo y papeles certificados que garantizan la prenda, - Remataban. 

El interlocutor apenas contenía la emoción, fingiendo indiferencia, por aquello de no mostrar mucho las ganas y tratar de sacar un mejor precio. 

Cuando fijaron el valor final del producto puesto en casa para evitar riesgos y habiendo capturado la máxima cantidad de interesados que se pudo, dieron el golpe y esperaron a que la noticia se difundiera. A cada uno previa cita con todos los misterios  y la parafernalia del caso, le entregaron el paquete envuelto en idéntica felpa a la de la foto, con las certificaciones de originalidad en relieve, que con su preciosismo habitual el curtido cacorrón de “Manitas-puercas” había diseñado para pasar el examen de autenticidad del experto que fuera.  Las falsificaciones pasaron todas las pruebas, tenían todas las señales genuinas de la producción y llegaron a pensar que sólo la casa del fabricante, y eso con dudas, era capaz de establecer la diferencia. Las joyas originales se las repartieron entre ellos.

En esto se demostró el brillante trabajo en equipo de la Inter: la sagaz infiltración a los frentes de interés, la filigrana al momento de elaborar un plan, la limpieza del golpe sin secuelas, ni heridos y mínimos seguimientos inmediatos, la convicción del discurso para captar los clientes interesados,  la habilidad imponderable del talento de la loca de “Manitas-puercas” para imitar al borde la perfección cualquier cosa que pasara por sus dedos, siempre y cuando no estuviera manoseando un muchacho y se conservara en relativa sobriedad.

De esta forma, todos los joyeros salieron felices con sus compras espurias.  De común acuerdo con la Inter, para evitar persecuciones peligrosas o pesquisas incómodas, el plan era que esperaran  un lapso de tiempo antes de ofrecer a sus clientes la mercancía con el  fin de apaciguar los ánimos del propietario y de la policía.  Cuando todo se enfrió, cada cual hizo lo que pudo con la pifia tapada que había comprado, pero ninguno se dio cuenta de que había sido vulgarmente estafado con una mercancía hábilmente reproducida en un ardid donde les jugaron con pura especulación de sus expectativas. Les vendieron una ilusión.

Si alguno se enteró de la verdad, con el paso de los días y sin rastro del pillastre que lo engañó, le tocó hacerse el bobo y tragarse su indignación y su orgullo de astuto timado.  El dueño inicial cobró su seguro, los detectives se dieron por vencidos y los muchachos del grupo celebraron una vez más.

Casi nunca se enfrentaban a bancos ni a supermercados grandes, pues el registro en cámaras siempre era un peligro y por supuesto la vigilancia era mejor.

La doble vida de cocinero siempre  protegió a José Eduardo cuando se presentaron visitas de inmigración o declaraciones ante la INTERPOL.  Nunca hubo pruebas fehacientes de sus actuaciones ilícitas  y sin falta el dinero  fluía en cantidades, lo que le permitió vivir holgado y girar sin sacrificios para sostener a su familia en el barrio.

Una travesura que les dio buen resultado fue cuando explotando el ego y la imbecilidad de los nuevos ricos latinos que andaban haciendo y gastando fortuna en Europa, decidieron hacer un anuario con las cien personas más importantes del país, “incluyéndolo a usted, por supuesto, eximio representante de lo más selecto de nuestra nación en el exterior, cerebro fugado que enaltece nuestros valores y resalta lo más exquisito de la inteligencia local en los ámbitos europeos”. 

Lo primero era seleccionar la víctima; los preferidos eran los futbolistas recién contratados por algunos de los equipos de la unión europea, un médico en trance de especialización, algún profesional realizando un postgrado o un doctorado, un periodista en año sabático, un comerciante que tenía algún negocio local de éxito, un pintor o escritor en el obligado y esnobista período creativo y bohemio en París, una estrellita de la televisión vernácula alimentando la megalomanía en papeles de cuarta categoría en seriados de pacotilla que luego  magnificaba en las obligadas entrevistas a las revistas del Jet- Set criollo. 

Luego se le hacía la propuesta, mostrándole un catálogo de ejemplo en donde aparecían el presidente de la república, la reina de belleza, el futbolista insignia, el cantante más famoso, algún escritor destacado y todos los personajones que desfilaban por la pasarela de la vanidoteca nacional. Por una suma considerable de dinero, el prohombre “podría tener su reseña en la próxima edición de tan imprescindible y lujoso volumen, en donde el que no figuraba simplemente era un don nadie, un cero a la izquierda, en el cual había que aparecer para existir y certificar que se era alguien y en el que para trascender había que mostrarse en la mejor vitrina de América”. 

Por la suma, que podría parecer muy alta al principio, pero que una vez publicado el volumen se vería irrisoria,  se haría un tiraje de diez mil ejemplares de lujo que se distribuirían en todos los sectores de influencia, los grandes periódicos, las revistas de actualidad, de moda, de farándula y culturales, las principales bibliotecas del continente, incluida la del congreso norteamericano. 

Una vez recibido el importe del marrano engreído, le llegaban con cierta regularidad cartas contándole sobre los avances de la obra, cuestionarios haciéndole preguntas, un borrador de la biografía que acompañaría la foto estudio del notable e insigne cretino. Por fin, le llegaba la copia del anuario lujosamente terminada, con la semblanza de tan distinguidísimos patriotas, incluida la del chancho de marras que a esta altura inflado como un pavo, no cabía en su orgullo, levitaba, se sentía en el olimpo de los dioses, viendo su vida, obra y milagros impresa. ¡Lo que puede la edición!

De otro lado, José Eduardo y sus amigos de la Inter no podían hablar de la risa,  palmoteando y  felicitando a “Manitas-puercas” por su destacado trabajo de computador. 

Con este sistema lograron embaucar  a más de doscientos candorosos ególatras que felices  mostraban  el trofeo a los amigos sin confesar que habían pagado por ello, pues no les convenía y hacía parte del contrato de confidencialidad y discreción que habían firmado.  Los descriteriados provenían de todos los países, aunque confeccionar la lista de los cien mejores fue muy difícil en algunos, por la ausencia local de súper estrellas reales.  En esos casos se transaban por cincuenta, por ejemplo.

La estrategia fue altamente eficaz; casi ninguno de los seleccionados para el mercadeo inicial dijo que no, pues todos tenían la billetera tan inflada como la autoestima. 

Por supuesto los diez mil ejemplares sólo existían en la imaginación de la Inter y en la locuacidad del exaltado patricio, quien siempre quedaba  creyendo que su sólido prestigio personal corría de boca en boca por todos los rincones, en esta época de globalización y comunicaciones interoceánicas.

Todo iba viento en popa, nunca falló el plan, ni fue descubierto ni denunciado porque los ingenuos surgían de la nada y se reproducían por generación espontánea.  Sólo el cambio de planes de la banda, cuando les dio por incursionar en una nueva actividad que copaba todo su tiempo y atención, el narcotráfico, obligó a que hicieran una pausa y dejaran de lado esta rentable actividad de vivir cómodamente de la majadería del prójimo.

Mientras tanto las opciones se diversificaban, nunca se quedaron quietos ni dormidos en los laureles.

El robo de ropa de marca era una verdadera mina, a través del sistema de la “bolsa biónica” que consistía en adecuar una talega con el logotipo del almacén que fuera objeto de la fechoría y en las paredes internas, intercalarle seis capas de papel carbón y aluminio cubiertas y adosadas para no llamar la atención en caso de ser requisadas.  Esto buscaba aislar el detector de la marquilla de seguridad incorporada en los vestidos. Una vez ubicado el local, José Eduardo entraba al almacén elegantemente vestido, fardo en mano, mirando con indiferencia la mercancía, escogiendo las más caras, metiéndose al vestier con varias prendas al mismo tiempo, poniendo en la mochila las más apetecibles  y saliendo tranquilamente por la puerta principal con la seguridad de que la alarma no sonaría; luego procedía a  descargar la mercancía en la camioneta para repetir la operación en todos los almacenes del centro comercial o del sector, para más tarde ir a donde el reducidor y pactar el precio.  Sorprendentemente, con la ayuda de  cuatro o cinco camaradas, José Eduardo lograba tener un lote grande de ropa costosa en dos o tres días, pudiendo recorrer así varias ciudades de Europa en un mes.

Mucha de esa ropa de marca, original y  nueva, aparece luego con precios de ocasión en los outlet de  Miami o de ciudades colombianas, en donde los conocedores la compran felices a precios mucho menores y los desconfiados piensan que se trata de vulgares falsificaciones, mientras que con desdén ponen mirada de astutos.

Parte del éxito del periplo europeo de José Eduardo y  su mesnada era la constante rotación de actividades, ya que su ingenio era ilimitado, la ambición desmedida y las ganancias descomunales.

Por eso chequeaban barrios de jubilados de clase media o alta, casi todos con sirvientas latinas, varias de ellas indocumentadas;  sin involucrarlas delincuencialmente, a cambio de confianza, amistad o charlas etílicas en los parques, en los cines o en los sitios de reunión de latinos durante los descansos, las inocentes guisanderas cometían muchas infidencias y daban claves de rutinas y disponibilidades para perpetrar los hurtos. 

Con o sin ayuda, con complicidad o sin ella, los fabricantes de llaves maestras para abrir sin violencia puertas de apartamentos eran unos magos y José Eduardo se regocijó de lo lindo sacando joyas, dólares, euros y papeles bancarios durante las vacaciones, paseos o simples descuidos de los europeos de la época que aún no sabían la plaga que les acechaba las pertenencias y les permitía vivir sin desconfianza y con plena tranquilidad su paso lento y seguro hacia la bancarrota; sobre todo por la típica costumbre de estos ancianos de dejar las tarjetas bancarias con la clave anotada en un papelito para no olvidarla e incluso dejar los cheques en  blanco firmados con el supuesto de  hacer la firma bien hecha en casa, sin temblores ni equívocos y así no tener problemas con los estrictos bancos europeos que no toleraban una rúbrica que no fuera totalmente exacta a la que tenían registrada, pero no tenían problema en pagar un cheque falso o vaciar una cuenta a favor de un bandido amable y carismático.

También en los casinos, era casi una costumbre que los apostadores tuvieran una pequeña maleta negra, cuadrada, rígida, con clave, que todos utilizaban casi como sello de estilo, como signo de identidad de  su clase.  La entrada era libre, el licor gratis y disimulando entre la ruleta y las máquinas traga-monedas, no era difícil detectar cual pisco había ganado en una noche de suerte loca.

Al retirarse del sitio luego del seguimiento respectivo, varias veces les dio resultado a él y a sus amigos el conocido truco del  “lapicero bota tinta”.  Justo a la salida del centro comercial, ya sin la vigilancia privada de la casa de juego, aprovechando el sopor de las muchas horas de insomnio, humo, concentración y licor del idiota escogido, una de las muchachas de la camarilla, Ángela, Diana Q, o cualquiera, generosa de pechugas y de escote, acompañada de un viejito decrépito y gacho que no despertaba sorpresas, usualmente el histrión de CarlosHueco, el mismo TabacoRestrepo, un colombiano tramposo, artero y mañoso, perro callejero sobreviviente de mil batallas pero con una cara de yo-no-fui que lo libraba de toda sospecha.  Decía que este par de perlas descargaba de forma magistralmente accidental la tinta del esfero sobre la camisa del filipichín que venía ensimismado, absorto, volátil, levitando en la nube de su golpe de suerte.

Inmediatamente se da el forcejo, el involucrado manotea y vocifera diciendo que su camisa es de tantos euros,  deja la maleta en el suelo, gesticula, la chica llora y suplica, pide disculpas, el pajarraco vejete  trata de mantener la calma para evitar malos entendidos.  En un segundo, sin aspavientos ni visajes, otro de la manada le hace el cambiazo maleta por maleta; los otros miembros llegan, hacen corrillo, arman el escándalo  y así como llegan se van, dejando al marrano hablando solo y con un maletín lleno de papel higiénico no necesariamente limpio.

En los casinos  pequeños e  incluso en algunos más poderosos de ciudades capitales cuando ya se  tenían mayor confianza, enfrentados con sistemas sofisticados de seguridad y vigilancia, hicieron en varias ocasiones lo que denominaban “el cambiazo” de fichas. Sacaban con disimulo una o dos que no cobraban en la taquilla y con el diseño  y la supervisión de “Manitas-puercas”, utilizando un molde vaciador de acrílicos y plásticos conocido como “la machín”, hacían cantidades de réplicas idénticas, indiferenciables de las originales de moderada denominación, no las más costosas para no llamar la atención; las entraban de nuevo al establecimiento, las mezclaban con las circulantes compradas y ganadas y se turnaban para cobrarlas por ventanilla luego de haber estado jugando en las mesas y en las máquinas tragaperras. Este sistema era muy bueno para mantener efectivo al mismo tiempo que se divertían, pero se cuidaban de no abusar de él rotándolo y dejándolo enfriar, ya que los arqueos  de caja al día siguiente detectaban el exceso y la estafa, los casinos eran obsesivos con los circuitos cerrados de televisión y grabación, los dueños eran muy celosos de los pícaros y los gorilas de la vigilancia no le negaban nunca un pulido corte de franela o un disparo de gracia con una automática al que se atreviera a defraudarlos. Con ellos no era charlando.

José Eduardo veía todo esto y no lo podía creer. Era un paraíso tener tanto ingenuo junto y a su disposición, la mayor concentración de güevones por metro cuadrado en el mundo.  Tanta papaya partida y servida para comer a sus anchas, sin tener que herir a nadie, casi sin riesgos, puertas que se abrían de par en par de acuerdo a su voluntad, casi una montaña de Alí Baba llena de oro para disfrutar a sus anchas.

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Otro de los protagonistas, “Tavocalambre”, también era toda una biblia en el arte de desplumar al prójimo. Se le dedica todo un capítulo a recrear sus “técnicas de malevaje”, copia fiel de como operaba este pajarraco en la vida real. Todo un bellaco de marca mayor:


Por aquellos días del arribo de Diana Q. estaba relativamente recién llegado a España “TavoCalambre”, remoquete con que se conocía  a  Julián Gustavo, el sobrino de TabacoRestrepo.

Siendo acaso el menor y el más nuevo de los miembros de la Inter, ejercía un liderazgo firme, evidentemente siempre a la sombra de las figuras dominantes, José Eduardo y CarlosHueco, pero sin entrar en contradicciones o disputas de poder con ellos.

Se trataba de un  joven e  inquieto pelafustán salido a las volandas del país, luego de fraguar una serie de pequeños pero efectivos timos que le permitieron enchonchar a un número igual de despalomados. Decidió que estaba harto en Colombia al entender que las oportunidades para alguien como él, sin estudios ni apoyos, estaban negadas en lo que estuviera dentro de la ley, o supeditadas al subempleo o al ejercicio del pillaje armado o la violencia.

Poco antes había tenido que huir apresuradamente de Pereira, en donde se venía ganando la vida quitándole la platica a los ingenuos del barrio en donde tenía un consultorio de “Artes curativas naturísticas, adivinación del futuro con conocimientos hindúes y trabajos metafísicos garantizados”; allí era conocido como “El profesor Elías” y mediante su discurso culebrero de curador de media quincalla, engañaba aprovechando la ignorancia de la pobre gente que depositaba en él las esperanzas para buscar la buena fortuna, espantar la mala suerte o  atraer de nuevo al ser amado esquivo. Como las personas son sugestionables y se impresionan con facilidad, los trabajos eran realizados en secreto, garantizando la discreción y el silencio de ambas partes, so pena de hacer caer sobre el infidente una gran maldición directamente enviada desde el reino de Belcebú. Esto le permitía repetir una y otra vez el truco para que los incautos siguieran cayendo sin peligro de ponerse sobre aviso.

Así duró algún tiempo diciéndole a la gente pobre lo que quería o necesitaba oír, explotando mujeres abandonadas o solitarias, viudas caídas en desgracia, desempleados al borde del desespero, enfermos terminales desahuciados aferrados a una ilusión, todo a cambio de arrebatarles el dinero, o pidiéndoles bienes en especie o si la fulana estaba agraciada y dispuesta, de alguna manera se le cobraba. El discurso era el consabido y los lugares comunes recurrentes. Todo mundo tiene elementos inespecíficos que le encuadran, lo importante es envolverlo en el galimatías que se le adapte a su propia historia. La habilidad para sacarle imperceptiblemente información a través del diálogo o el interrogatorio, acudiendo a la observación de tics en  datos sueltos al desgaire o información traída por cómplices, acusetas o soplones, hacen la diferencia y crean la magia. Para esto TavoCalambre, ahora Profesor Elías, era todo un maestro.

El problema se presentó cuando no se supo medir ante una cliente un poco más pudiente que las demás, aunque completamente descriteriada, bruta y atolondrada. Parecía tener buena reserva de dinero y se mantenía al parecer muy sola, pues el esposo andaba siempre de viaje continuo. La consulta era por cualquier superchería, para saber el futuro y garantizar fortuna, pues se mantenía soñando con joyas y tesoros y era lo suficientemente supersticiosa para intuir que algo bueno se presagiaba en el horizonte. Nuestro gentil hombre le dijo que ella estaba marcada por los doblones, que era una especie de reina Midas y que con su guía y un millón de pesos, la haría multimillonaria. Al minuto ella lo contrató y el avenido pitoniso como pudo se inventó la forma de enterrar cerca de la casa de la señora, incluso en el solar, cerca de cien mil pesos en baratijas aparentosas que hicieran mucho bulto para terminar de asombrar a la descocada vecina. La dama encontró los embustes ocultos e hizo el escándalo correspondiente, lo que incrementó notablemente la fama del adivinador y por lo tanto la clientela. Esto le trajo nuevos retos sirviendo como médium del más allá para todas las que estaban encontrando la mina de oro enterrada a pedacitos en los sitios que nuestro pajarraco les indicara en medio del trance. Pague usted la cuota y sus joyitas encontrará, parecía ser su lema.

Todo iba marchando según lo presupuestado hasta que la mujer que lo inició todo se puso intensa, sintiendo celos y envidia porque otras iban encontrando cosas que con seguridad eran para ella y los últimos hallazgos no parecían compensar todo lo que ella le había pagado al Profesor Elías. Para quitársela de encima, éste le dijo que lo que pasaba era que ella estaba poseída por un demonio perverso que se le había metido al cuerpo, ya que muy probablemente el esposo la tenía rezada o enyerbada. Que le cobraba un dinero por limpiarla energéticamente, para lavarle el aura y para tal efecto le hizo tragar unas cápsulas que le indujeron un vómito incoercible. Incluso se alcanzó a asustar cuando la vio casi postrada, creyendo que se le había ido la mano en porquerías; cuando casi se volteaba al revés en sus arcadas, se presentó el efecto esperado: apareció la bola de pelos, el gusano greñudo y las moscas verdosas nadando en los jugos gástricos regurgitados mientras a la víctima se le quería salir el alma por la boca. Él las recogía con una mantilla de misa, rociaba el magma apestoso con supuesta agua bendita y le rezaba en un latín medio entreverado más bien inventadongo entornando las cejas, mano izquierda en el pecho fingiendo consternación, mano derecha generosa en bendiciones para tratar de limpiar el cuerpo y el alma de la influencia del maligno. Al tiempo que se recuperaba del asombro, el duende sonreía al rememorar la dificultad que le daba empacar esas malditas moscas dentro de los empaques conseguidos en farmacia de esquina y enroscar el remedo de gusano rescatado de mil babas previas, para la próxima vomitona con necesidad de maleficio.

En lo que no se cuidó fue en enrostrarle que la brujería se la había hecho su esposo,  un apache que trabajaba con los mafiosos del cartel del Valle, curado de toda suerte de espantos quién no celebró con humor la histeria de su consorte furiosa que pretendía cobrar venganza de la afrenta con un cuchillo de carnicero matarife recién afilado mientras él dormía. Por eso le cayeron a las cinco de la mañana tumbándole la puerta, dispuestos a demostrarle que los enemigos de este mundo pueden ser mucho más peligrosos que los del más allá y le tocó huir en pantaloncillos por una terraza vecina y fugarse por una quebrada, dejar todo tirado y no volver nunca por allí. En el salón de rituales el energúmeno encontró toda suerte de talismanes, fotos, pelucas, pañoletas coloridas, bicharracos, bebedizos y pistola en mano juró que si volvía a ver al farsante o a sus amigotes, no le alcanzaría esta vida y la otra para picarlos en pedacitos y metérselos por un agujero ubicado en la parte de atrás de su cuerpo y que usualmente sirve para otros menesteres.

Por esas calendas, había contactado a su tío CarlosHueco a quien expresó sus deseos y ambiciones  y pidió ayuda para instalarse con él en  Madrid.  Inicialmente el desconfiado zorro no estuvo muy de acuerdo con el viaje; temía también que de pronto sus enemigos, se aprovecharan de su sobrino, le hicieran inteligencia y le siguieran el rastro; ya sabía de las ganas que le llevaban y no podía exponerse a ser descubierto; bien conocía  él de rencores y de la pasión con que se ensañan en su mundo con el que ha hecho algo indebido y ha sido marcado con el sello de traidor, defraudador o  torcido.

   - Siempre se ha dicho que no hay ex cacorros, ni ex faltones. ¡Cómo me llevarán de hambre para cobrármelas todas juntas, si me dejo pillar de esos hijueputas! - sonreía nerviosamente  CarlosHueco al recordar sus andanzas en Medellín y en Caracas antes de salir huyendo en bombas de fuego. - Me deben estar buscando con un cortaúñas oxidado  para partirme en  pedacitos y hacer un estofado  de mis criadillas. ¡Se me pone la carne de gallina! - decía medio en charla  medio en serio mientras que se ponía las manos en los genitales haciendo un gesto universalmente reconocido como soez.

De todas formas, ante la insistencia de TavoCalambre y conocedor de lo que era la movida en Medellín, ya denominada como “la ciudad de la furia”, una abrumadora mole de cemento enrarecida de violencia y delito, entendió que sin otras opciones el futuro necesario de su ahijado sería la cárcel o el cementerio, poniendo de por medio la calle y el bandidaje.  En España le había ido bien, las cosas se daban, los riesgos eran pocos y manejables para un grupo con la experiencia, astucia y habilidad de su combo y si había ayudado a otros, ¿Por qué no a él, que era de su familia? 

Al fin se decidió, le dio un plazo de cuatro meses al muchacho mientras ultimaba algunos asuntos pendientes, terminaba algunos trabajitos en otras ciudades y recogía unos dineros volantones. En aquel entonces no se necesitaba visa y el ingreso no estaba tan restringido.

TavoCalambre, con la fecha ya definida y en tanto esperaba que le enviaran las instrucciones, no perdió tiempo y empezó a rebuscarse en varios frentes de acción para levantarse un capital que le permitiera llegar a Europa sin ser cargoso para su tío, de por sí cantaletoso, reparón y cositero.  Haciendo gala de la combinación equilibrada de su encanto natural, con la galantería de su parla fácil y halagadora, en varios sitios se dedicó a seducir y a envolver a mujeres solas y sin atributos físicos que literalmente cayeron a sus pies rendidas de amor, entregándole sin ningún recato el corazón, el cuerpo y la chequera. 

Antes de tomar la decisión de viajar, siempre había utilizado a las mujeres con un objetivo sexual, puramente carnal, dejándose querer o invitar, pero nunca timándolas. Eso sí, siempre escogió las que le gustaban, nunca se fijó en las que eran poco agraciadas o peor dotadas por la naturaleza.  Pero cuando tomó la decisión de irse, ¡Quién dijo miedo!, todas le servían, y mientras más viejas y más feas pero bien platudas, mejor, más sencillo era desplumarlas.  Así elaboró una carátula de coartada, nombres falsos, teléfonos inexistentes, trabajos ficticios para no dejar pistas. Empezó a seguirle la rutina a varias que tenía en la mira, una bigotuda narigona de anteojos que manejaba un almacén, una veterana de cien kilos y cuerpo de nevera que iba todos los días a un gimnasio, una enfermera del seguro social, separada y con dos hijas, ya viejona y poco agraciada pero con fama de haber sido una casquivana insaciable y cuasi ninfómana, sufriendo ahora con el problema de ya no tener quien se apiadara de ella y de sus antojos efervescentes del ombligo para abajo, en fin, una sucesión de damiselas solitarias entradas en años o pasadas de kilos, urgidas de amor  y de compañía, con algunos pesitos de sobra o sino, una cuenta de ahorros, tarjetas de crédito y la posibilidad de hacer préstamos bancarios. 

Con todas la estrategia funcionó. Con diferentes discursos y pantallas, un seminarista que “dejó todo por seguirte a ti y conquistarte en cuando te vi, dejando la vocación por un amor absoluto y una consagración total al delirio de quererte, amada mía”, un bachiller desplazado por la violencia de su pueblo, entrando  en depresión por “no poder estudiar y no tener con que enviarle el dinero a mi pobre madre viuda, responsable de mis hermanitos menores bordeando el precipicio al filo de la indigencia”, un equívoco post adolescente que se debatía entre las dudas de la identidad sexual, “a ver si tu me ayudas, pues no alcanzo a pagar las citas del siquiatra” y mil patrañas más,  a cuál más lastimera y lacrimógena, todas disparando la sensiblería y debilidad de mujeres mayores, dejadas a un lado por la belleza y el amor. 

Él les retribuía con una dialéctica que las desarmaba, con unas palabras que les empalagaban de halagos su corazón ávido de sensaciones, con unos golpes maestros de piel apenas conteniendo el repudio y haciendo de tripas corazón para arrancar de ellas unos suspiros que derivaban en alaridos de puro placer como nunca antes hombre alguno de los que se atravesaron por sus vidas, si es que los hubo, lo había logrado.

Él se asombraba de sus propios logros, se reía con desfachatez de su falta de sentimientos y su malevolencia al burlarse de las expectativas de su harén de cocodrilos esperpénticos; le parecía imposible tanta ingenuidad en mujeres que no necesariamente eran brutas.  Al colmar sus expectativas, todas querían protegerlo maternalmente, todas cerraban la compuerta de la razón, todas se prodigaban sin sensatez a entregarle sin ningún tipo de contención cualquier cosa  que él les pidiera.

Así se inventó un negocio para montar con la enfermera que no dudó en hacer un préstamo a su nombre, pues él carecía de referencias comerciales o trabajo fijo.  Un giro a la pobre madre anciana parar poder pagar la prótesis de la cadera que salió de la chequera de la ballena del gimnasio, unos sobregiros bancarios y avances de la tarjeta de crédito del almacén que administraba el cachalote mostachón, un empeño de las joyas de la cajera cojita del supermercado con la promesa de que  en  “quince días te pago mi patojita”, y así,  en cosa de cuatro meses defraudó a más de diez ilusas que quedaron con los crespos hechos, el corazón partido, las expectativas destrozadas y el orgullo hecho añicos. Por descubrirse a sí mismas tan imbéciles, después de evidenciar que habían sido víctimas de un vulgar explotador que había jugado con sus debilidades y necesidades, no se atrevían a denunciarlo ni a contarle a nadie.

   - Eso me merezco por puta y por sinvergüenza; a mi edad y termino de asalta-cunas, mi Dios no castiga ni con palo ni con rejo - mordía más de una cuando deshechas de la humillación y el dolor, pensaban en la travesura del pajarraco  que por esa época ya había emprendido el vuelo.  Les parecía mentira, imposible, pero ahí estaban, heridas, arruinadas.

Al mismo tiempo, por los días de la huida, no perdió la oportunidad de meter un chequecito malo aquí, unas facturitas post-fechadas pero falsas allí, unas compras en un almacén  de ropa de esos que fían con la cédula, unos tarros de pigmentos supuestamente importados que resultaron cal mezclada puestos en el negocio de un conocido de toda la vida, unos galones de una pintura que se borraban y diluían al primer aguacero y que no dudó en venderle al padre Gildardo para pintar la casa cural, la cual quedó convertida en un adefesio de colores aguados y desparramados. Hasta terminó profanando tumbas cuando fue contratado por un notario y unos abogados de una aseguradora para cambiar de su  sitio  el cadáver de un señor al que ordenaron exhumar de su sepultura en el cementerio para hacerle exámenes de ADN, buscando demostrar la paternidad sobre una dama que había demandado y exigía su natural derecho en una sucesión a una parte jugosa de la  herencia y al pago de la compensación por la enorme cuantía de la póliza y en su lugar cambiarlo por el de un fulano  cualquiera. Así,  cuando llegara el día oficial de la prueba científica, ésta  se le realizaría a otro cuerpo distinto, se negaría la familiaridad de la mujer, así lograban dejarla  en la calle sin un peso y con fama de oportunista y expósita.

La última semana antes de partir, cotizó y pidió a domicilio una cantidad de materiales, cemento, adobes, varillas, para llevar a determinada parte, con el compromiso de pagar al entregar. Acompañaba al conductor de la volqueta o el camión, según fuera el caso, ordenaba descargar el menaje y segundos antes de entregar el dinero para cubrir la factura, se escabullía como por arte de magia, aprovechando la concentración del personal encargado de bajar del carro semejante pedido. 

Lo que no se sabía es que previamente lo había vendido  y cobrado por anticipado o  mientras descargaban, con un gran descuento, al propietario de la obra a donde llegaban con la encomienda, quien genuinamente ignoraba toda la jugada, dejándolo encartado con el chofer quien machete en mano trataba de cobrar la cuenta;  mientras tanto, el dueño del depósito llegaba como un energúmeno a recuperar sus mercancías para montarlas al carro renegando, maldiciendo y acusando al pobre incauto de reducidor y alcahuete, quedando sin opción de defensa, sin factura para reclamar, sin dinero, con la fama de caco y a un pie de la prisión. Al otro lado extremo de la ciudad, el plumífero de Julián Gustavo se relamía el  bozo y le daba una nueva vuelta a la tuerca.  Este negocio lo hizo en varias ferreterías, depósitos y en un almacén de hilos para confección. 

Siempre escudado en su atractivo personal, en su don de gentes enmarcado en una sonrisa perfecta, logró dejar el rastro frío cuando llegó la hora de irse al otro lado del océano y empezar una nueva vida, con ropa nueva, bien aperado de joyas y una buena cantidad de dinero en los bolsillos sin alcanzar a entender cuánto dolor y  cuántas lágrimas había generado sin hacer un solo disparo.
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Los estudiantes que han analizado el libro, han consignado en diferentes páginas la opinión que se han formado. En estos enlaces se pueden leer diversos comentarios:



Para leer más sobre pillaje urbano, les propongo este artículo sobre los "escaperos":
http://emiliorestrepo.blogspot.com/search/label/escaperos

Si quieren leer más sobres mis libros, pueden entrar a:
http://emiliorestrepo.blogspot.com/p/libros-de-emilio-alberto-restrepo.html

Nuestro buen amigo Orlando Ramírez Casas hizo una generosa reseña en su página:
http://postigodeorcasas.blogspot.com/2014/01/ginecodetective-de-misterio.html

sábado, 18 de enero de 2014


10 Ginecodetective de misterio

Si a mí me dicen que una señora caleña se fue de visita a un zoológico de California y al acercarse a la jaula de los leones un león se dejó venir a abrazarla y a darle lametazos, esa no me la creo ni por el chiras. No me la creo, porque ese es un cuento increíble que no tiene credibilidad… pero ¡fue cierto! Vi el video con mis propios ojos:


Cuando un circo pobre se quebró en Cali en una correría por Colombia, y no sabían qué hacer con los animales, ella se hizo cargo de un cachorro de león y lo crió bajo sus cuidados hasta que estuvo demasiado grande como para tenerlo de mascota en casa, por lo que el zoológico de California aceptó hacerse cargo del animalote e integrarlo a su plantilla de fieras enjauladas. Tan pronto el león vio a su nodriza por entre los barrotes, la abrazó y la atosigó a lametazos de agradecimiento.

Una historia puede ser verdad, pero contada de manera no creíble; o puede ser ficción, contada de manera creíble. La base de la literatura es la credibilidad, ya se trate de ciencia ficción, de novela rosa, o de cuentos de misterio. Por imposible que a uno le parezca que un niño procedente de un planeta de alguna lejana galaxia llamada Krypton aterrice en el planeta Tierra y se convierta en un Clark Kent dotado de superpoderes, la cosa se puede contar literariamente si se cuenta de manera creíble.

Para escribir su libro “El contrasueño -historias de la vida desechable”, acerca de los que duermen en las aceras del barrio Guayaquil cobijados con periódicos, comen sobrados, y se drogan aspirando pegantes químicos; el periodista Carlos Sánchez Ocampo se fue a Guayaquil ¡a convivir con indigentes! No me consta que hubiera hecho todas estas cosas, pero que durmió con ellos, durmió; y que comió de los sancochos de leña que ellos hacían a la orilla del río en viejas latas de pintura, comió; y por eso su libro tiene credibilidad. Nada de lo que cuenta en él es inventado. Todo es vivido.

A Modesto Piraquirá le enseñó su tía a leer las cartas y la ceniza del tabaco, y empezó como adivinador de éxito en el vecindario, pero resolvió irse a otra ciudad a montar la oficina del Profesor Mandukan que se convirtió en su profesión y le dio prestigio como numerólogo de juegos de azar. “¿Y eso de Mandukan por qué, hombre Modesto?”. Imperturbable, como siempre, contestó: “Porque un Modesto adivinando la suerte no tiene credibilidad, pero un profesor Mandukan sí”. Sabia respuesta que revela un profundo conocimiento de la sicología humana y de los adivinocreyentes.

Ese profundo conocimiento del tema escogido es indispensable, ya se trate de don Mario Escobar Velásquez escribiendo sus Historias de Animales y metido en el pensamiento de una marimonda, de Julio Verne escribiendo sus viajes a la luna como si fuera un astronauta de los que viajaron años después, o un ginecólogo paisa al que le ha dado por escribir en sus ratos libres novela negra y emular a Ágatha Christie, a Georges Simenon, y a Arthur Conan Doyle; no desmereciendo frente a ellos en la descripción de sus personajes porque sus personajes tienen credibilidad, ese ingrediente sine qua non de la literatura.

Decía don Mario Escobar Velásquez, nuestro profesor en los talleres de escritura literaria, que en literatura no se dice de un hombre que es valiente sino que se le muestra ejecutando actos de valentía. Así es que no voy a decir que el ginecólogo Dr. Emilio Alberto Restrepo Baena es un buen escritor de novelas sino que voy a compartir con ustedes este fragmento que él ha montado en su blog, capítulo titulado “Técnicas de malevaje”, que hace parte de su libro “La milonga del bandido” del género denominado novela negra en la que los paisas lo tenemos a él como digno representante. Me descresta el conocimiento de esas técnicas por parte de un ginecólogo más familiarizado con otros campos del conocimiento humano que con los trucos de atracadores y estafadores callejeros, pero se las ingenió para pensar como piensan esos sujetos y me intriga, Dr. Restrepo, imaginar cómo diablos lo hizo. ¿Se metió a convivir con maleantes en algún período de vacaciones?¡Hummm, intelesante, muuuyyy intelesaaaanteee!, como diría el investigador chino de radionovela Chang Li Po.

La milonga del bandido”, novela, Emilio Restrepo Baena. Capítulo “Técnicas de malevaje